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miércoles, 26 de abril de 2023

El Último Diario - Miercoles, 4 de mayo, 1983

 Miércoles, 4 de mayo (6), 1983

 Es una mañana tan brumosa que apenas si pueden distinguirse los naranjos que están a unos diez pies de distancia. Hace frío; todos los cerros y las montañas se ocultan en la niebla, y el rocío cubre las hojas. Más tarde aclarará. Todavía es muy temprano, y el hermoso sol de California y la cálida brisa vendrán dentro de un rato. Uno se pregunta por qué los seres humanos han sido siempre tan crueles, tan desagradables en sus reacciones a cualquier declaración que no les gusta, tan agresivos, tan listos siempre a atacar. Esto ha estado ocurriendo por miles de años. Hoy día, uno difícilmente se encuentra con una persona gentil que esté dispuesta a ceder, que sea totalmente generosa y feliz en sus relaciones. La noche pasada se escuchó el ulular del búho; era un búho real, seguramente de gran tamaño. Esperó que le respondiera su pareja, y ésta le contestó desde una gran distancia, después de lo cual el búho voló hacia abajo penetrando en el valle y ya apenas podía oírse. Era una noche perfectamente silenciosa, oscura y extrañamente quieta. Todo parece vivir en orden, en su propio orden -el mar con sus mareas, la luna nueva y la puesta de la luna llena, el encanto de la primavera y el calor del verano. Aun el terremoto de ayer tiene su orden propio. El orden es la esencia misma del universo -el orden del nacimiento y la muerte, etcétera. Sólo el hombre parece vivir en tal desorden, en tal confusión. Ha vivido de ese modo desde el principio del mundo. Mientras uno le hablaba al visitante sentado en la galería, con la roja rosa trepadora, la joven glicina y el aroma de la tierra y de los árboles, parecía una lástima estar discutiendo el desorden. Cuando uno mira alrededor esos cerros oscuros y la montaña rocosa, y escucha el murmullo de un torrente que pronto se secará cuando llegue el verano, ve que todo tiene un orden tan curioso, que discutir el desorden humano, la confusión y desdicha humanas, parece completamente fuera de lugar. Pero ahí está él, amigable, bien informado y probablemente dado a la reflexión. El sinsonte se encuentra sobre el alambre telefónico; está haciendo lo que generalmente hace -volar en el aire, girar y aterrizar en el alambre para después mofarse del mundo. Hace esto con mucha frecuencia, y al mundo aparentemente no le importa. Pero el pájaro sigue con sus burlas. La niebla está aclarando, ha aparecido el sol primaveral y el lagarto sale y se calienta sobre la roca; y todas las pequeñas criaturas de la tierra se hallan atareadas Tienen su propio orden, su placer, su diversión. Todas parecen muy felices, disfrutando la luz del sol sin la cercanía del hombre que pudiera hacerles daño, que pudiera arruinarles el día. «Si se le permite a uno preguntarlo», comenzó el visitante, «¿cuál es para usted la cosa más importante en la vida? ¿Cuál es para usted la cualidad más esencial que el hombre debe cultivar?» «Si uno la cultiva, como cultiva los campos de la tierra, entonces no es lo más esencial. Ello tiene que ocurrir naturalmente -cualquier cosa que ocurra- naturalmente, fácilmente, sin ningún motivo egocéntrico. Ciertamente, la cosa más importante para cualquier ser humano es vivir en orden, en armonía con todas las cosas que le rodean -aun con el ruido de las grandes ciudades, aun con algo que sea feo, vulgar, sin permitir que ello afecte o altere el curso de su vida, que altere o deforme el orden en que está viviendo. Sin duda, señor, el orden es la cosa más importante en la vida, o, más bien, una de las más importantes». «¿Por qué», pregunta él, «el orden debe ser la cualidad de un cerebro que puede actuar correctamente, dichosamente, con gran precisión?» «El orden no es creado por el pensamiento. El orden no es algo que uno sigue día tras día, que practica, a lo cual se amolda. Como la corriente se une al mar, así la corriente del orden, el río del orden, es eterno. Pero ese orden no puede existir si hay alguna clase de esfuerzo, de lucha por lograr algo o por descartar el desorden y caer en una rutina, en diversos hábitos bien definidos. Todo eso no es orden. El conflicto es el verdadero origen del desorden, la verdadera causa». «Todo lucha, ¿no es cierto? Esos árboles han luchado para existir, lucharon para crecer. El maravilloso roble que está allá, detrás de esta casa, ha soportado tormentas, años de lluvia y el calor del sol; ha luchado para existir. La vida es conflicto, es agitación, es tormenta. Y usted dice, ¿verdad?, que el orden es un estado en el que no hay conflicto. Eso parece casi imposible, como conversar en un idioma extraño, algo completamente ajeno a la propia vida de uno, al propio modo de pensar. Si no es atrevimiento de mi parte preguntarlo, ¿vive usted en un orden que no conoce ninguna clase de conflicto?» «¿Acaso es muy importante, señor, averiguar si otro está viviendo sin esfuerzo, sin conflicto? ¿O sería más adecuado que se preguntara si usted, como ser humano que vive en desorden, puede descubrir por sí mismo las múltiples causas -o quizás haya sólo una causa de este desorden? Esas flores no conocen ni el orden ni el desorden, simplemente existen. Por supuesto, si no se las regara, si no se las cuidara, morirían, y el morir es también el orden de esas flores. El sol brillante, caluroso, las destruirá el mes que viene, y para ellas eso es orden». El lagarto se ha calentado sobre la roca y está esperando que lleguen las moscas. Y seguramente llegarán. Y el lagarto las tragará con su rápida lengua. Parece ser la naturaleza del mundo; las criaturas grandes viven de las criaturas pequeñas, y las más grandes de las grandes. Éste es el ciclo del mundo natural. Y en eso no hay orden ni desorden. Pero nosotros, de vez en cuando conocemos por nosotros mismos el sentimiento de total armonía, y también la pena, la ansiedad, el dolor, el conflicto. La causa del desorden es el perpetuo devenir -devenir, buscar la propia identidad, esta lucha por llegar a ser. En tanto el cerebro, que se halla densamente condicionado, esté midiendo -lo ‘más’, lo ‘mejor’- moviéndose psicológicamente de esto a aquello, eso debe generar inevitablemente un sentido de conflicto, lo cual es desorden. No sólo las palabras ‘más’, ‘mejor’, sino el sentimiento, la reacción de lograr, de ganar -en tanto exista esta división, esta dualidad, tiene que haber conflicto. Y a causa del conflicto, hay desorden. Tal vez nos damos cuenta de todo esto, pero al descuidar esta percepción, seguimos del mismo modo día tras día durante todos los días de nuestra vida. Esta dualidad no es sólo verbal sino que implica una división más profunda: la del pensador y el pensamiento, la del pensador separado de sí mismo. El pensador es creado por el pensamiento, el pensador es el pasado, el pensador es conocimiento, y el pensar también ha nacido del conocimiento. De hecho, no existe tal división entre el pensador y el pensamiento, son una unidad inseparable; pero el pensamiento juega una ingeniosa treta consigo mismo, se divide a sí mismo. Quizás esta constante división de sí mismo, la propia fragmentación del pensamiento, es la causa del desorden. El sólo ver, el sólo comprender la verdad de esto -que el percibidos es lo percibido- pone fin al desorden. El sinsonte se ha ido y ahora está ahí la paloma torcaza con su plañidero grito. Y pronto se le une su pareja. Se posan juntas sobre ese alambre, quietas, inmóviles, pero sus ojos se mueven observando, vigilando el peligro. El halcón de cola roja y los pájaros predadores que estaban ahí una o dos horas antes, se han ido. Tal vez regresen al día siguiente. Y así termina la mañana, y ahora el sol brilla y hay miles de sombras. La tierra está quieta y el hombre se siente perdido y confuso. 

[6] Entre el 26 de abril y el 1.° de mayo, Krishnamurti había estado en San Francisco, donde ofreció dos pláticas y sostuvo una entrevista radial. 

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