Miércoles, 20 de abril, 1983
En el extremo de cada hoja, tanto de las más pequeñas como de las grandes, había una gota de agua reluciendo al sol como una joya extraordinaria. Y soplaba una ligera brisa, pero esa brisa de ningún modo perturbaba ni destruía esa gota sobre las hojas lavadas por la última lluvia. Era una mañana muy tranquila, apacible, llena de encanto, y con un sentido de bendición en el aire. Y mientras uno contemplaba la luz sobre cada hoja limpia, resplandeciente, la tierra se volvía extraordinariamente hermosa, a pesar de los cables telegráficos con sus feos postes. A pesar de todo el ruido del mundo, la tierra era rica, paciente, perdurable; y aunque había terremotos muy destructivos aquí y allá, la tierra seguía siendo bella. Uno jamás aprecia la tierra a menos que realmente viva con ella, trabaje con ella, ponga sus manos en el polvo, levante grandes piedras y guijarros -uno nunca conoce el extraordinario sentimiento de estar en contacto íntimo con la tierra, con las flores, con los árboles gigantescos, la fuerte hierba y los setos vivos que bordean el camino. Todas las cosas estaban llenas de vida esa mañana. Mientras uno las contemplaba, había un sentimiento de júbilo inmenso; el cielo era azul, el sol iba asomando lentamente sobre los cerros y había una gran claridad. El sinsonte sobre el cable eléctrico hacía sus payasadas, saltando hacia lo alto, dando una voltereta y bajando nuevamente sobre el mismo punto del alambre. Mientras uno estaba observando cómo el pájaro se regocijaba, saltando en el aire y bajando luego en círculos con sus agudos chillidos y su alegría de vivir, sólo ese pájaro existía, no existía el observador. El observador ya no estaba allí, solamente el pájaro gris y blanco con su larga cola. En esa observación del pájaro que se regocijaba en su revoloteo, no había movimiento alguno del pensar. Nunca observamos por mucho tiempo. Cuando, sin que haya sentido alguno del observador, observamos con gran paciencia a esos pájaros, esas gotitas en las hojas temblorosas, las abejas y las flores y la larga fila de hormigas, entonces el tiempo cesa, el tiempo se detiene. Uno no se toma tiempo para observar o para tener la paciencia de observar. A través de la observación aprendemos una gran cantidad de cosas -observando a las personas, el modo en que caminan, sus conversaciones, sus gestos. Podemos verlas a través de su vanidad o de la negligencia hacia sus propios cuerpos. Son indiferentes, son insensibles. Había un águila volando en la altura; haciendo círculos sin batir las alas, llevada por la corriente de aire, se alejó más allá de los cerros y se perdió de vista. Observar, aprender; el aprender es tiempo, pero el observar no contiene tiempo. O el escuchar; escuchar sin interpretación alguna, sin ninguna reacción, sin ninguna clase de prejuicio. Escuchar ese trueno en los cielos, el trueno rodando entre los cerros. Jamás escuchamos completamente, siempre hay una interrupción. El observar y el escuchar constituyen un gran arte -observar y escuchar sin reacción alguna, sin ningún sentido del ‘escuchador’ o del ‘observador’. Observando y escuchando aprendemos infinitamente más que a través de cualquier libro. Los libros son necesarios, pero el observar y el escuchar agudizan nuestros sentidos. Porque, después de todo, el cerebro es el centro de todas las reacciones, de todos los pensamientos y los recuerdos. Pero si nuestros sentidos no están intensamente despiertos, no podemos realmente observar y escuchar y aprender, no sólo acerca de cómo actuar, sino acerca del aprender en sí; y todo ello es el terreno donde puede germinar la semilla de la bondad. Cuando existe este sencillo, claro observar y escuchar, entonces hay percepción alerta a todo -uno percibe el color de esas flores, rojas, amarillas, blancas, el color de las hojas primaverales con sus tallos tan tiernos, tan delicados; hay percepción del cielo, de la tierra y de esas personas que pasan cerca de uno. Han estado parloteando por todo ese largo camino, sin mirar en ningún momento los árboles, las flores, el cielo y los magníficos cerros. Ni siquiera se dan cuenta de lo que pasa alrededor de ellas. Hablan mucho del ambiente, de cómo debemos proteger la naturaleza, etc., pero no parecen advertir la belleza y el silencio de los cerros y la dignidad de un viejo y maravilloso árbol. Ni siquiera se dan cuenta de sus propios pensamientos, de sus propias reacciones, ni del modo en que caminan, ni de las ropas que visten. Esto no quiere decir que uno haya de ser egocéntrico en su observación, en su percepción; sólo ha de estar alerta. Cuando observamos hay opción entre lo que debemos hacer o no debemos hacer, hay agrado y desagrado, hay prejuicios, temores, ansiedades, están las alegrías que recordamos, los placeres que hemos perseguido; en todo esto hay opción, y pensamos que la opción nos da libertad. Nos gusta esa libertad para elegir; pensamos que la libertad es necesaria para elegir -o mejor dicho, esa elección, esa opción, nos da una sensación de libertad- pero cuando vemos las cosas muy, muy claramente, no existe tal opción. Y eso nos lleva a una percepción directa en la que no hay opciones -un darnos cuenta sin agrado ni desagrado alguno. Cuando existe realmente esta sencilla, honesta percepción directa sin opciones, ella nos lleva a otro factor, que es la atención. Esta palabra significa extenderse, asirse, agarrarse, pero ésa sigue siendo la actividad del cerebro, está en el cerebro. La observación, la percepción, la atención, están dentro del campo del cerebro, y éste es limitado -está condicionado por todos los hábitos de las generaciones pasadas, por las impresiones, las tradiciones, y por toda la insensatez y la bondad del hombre. Por lo tanto, toda acción que surge de esta atención todavía es limitada, y lo que es limitado debe, inevitablemente, generar desorden. Cuando uno piensa en sí mismo de la mañana a la noche -en sus propias preocupaciones, en sus propios deseos, exigencias y realizaciones- esta actividad egocéntrica, siendo muy, muy limitada, tiene que causar fricción en la relación con los demás, la cual también es, entonces, limitada; tiene que haber tensión y perturbaciones de muchas clases -la perpetua violencia de los seres humanos. Cuando uno está atento a todo esto, atento sin opción alguna, entonces de ello surge el discernimiento total. Este discernimiento no es un acto de recordación, de continuación de la memoria. El discernimiento total es como un relámpago de luz. Uno ve con absoluta claridad todas las complicaciones, las consecuencias, las intrincaciones del pensamiento. Entonces este mismo discernimiento es acción completa, y en ella no hay lamentaciones, no hay un mirar hacia atrás, no hay sentido alguno de agobio o de discriminación. Es la acción del puro y claro discernimiento -una percepción que no contiene vestigio alguno de duda. Casi todos nosotros empezamos con la certidumbre y, a medida que envejecemos, esa certidumbre se convierte en incertidumbre, y morimos con la incertidumbre. Pero si uno empieza con la incertidumbre, cuestionando, inquiriendo, exigiendo, dudando verdaderamente de la conducta humana, de todos los rituales religiosos con sus imágenes y sus símbolos, entonces de esa duda surge la claridad de la certidumbre. Cuando existe un claro discernimiento, por ejemplo, en la violencia, el discernimiento mismo disipa toda violencia. Ese discernimiento se encuentra fuera del cerebro, si puede uno expresarlo así. No es del tiempo. No pertenece a la memoria ni al conocimiento, y así, en su acción transforma las células mismas del cerebro. Ese discernimiento es completo, íntegro, y de esa integridad puede surgir una acción lógica, cuerda, racional. Todo este movimiento de observar, de prestar atención al destello explosivo del discernimiento, es un movimiento único; no se llega a él paso a paso. Es como una rápida saeta. Y sólo ese discernimiento, esa percepción instantánea, directa, puede liberar al cerebro de su condicionamiento -no el esfuerzo del pensar, que es una resolución al ver la necesidad de algo; nada de eso puede liberarnos totalmente del condicionamiento. Todo esto implica el tiempo y la terminación del tiempo. El hombre está atado al tiempo, y esa atadura, esa esclavitud al tiempo es el movimiento del pensar. Por lo tanto, hay discernimiento total donde cesan el pensamiento y el tiempo. Únicamente entonces puede darse el florecimiento del cerebro. Únicamente entonces puede uno tener una relación completa con la Mente.
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