11 de marzo, 1983 (continúa)
Era una mañana realmente encantadora, una clara y hermosa mañana. Todas las hojas estaban cubiertas de rocío. Y mientras el sol ascendía lentamente, extendiéndose en silencio sobre la bella tierra, en este valle reinaba una gran paz. Los árboles estaban cargados de naranjas, pequeñas pero abundantes. Poco a poco, el sol iluminó cada árbol y cada fruto. Sentado en esa galería que da al valle, uno podía ver las largas sombras de la mañana. La sombra es tan bella como el árbol. Tuvimos deseos de salir, no en automóvil, sino de caminar afuera entre los árboles, y aspirar el aire fresco y el aroma de innumerables naranjas y flores, y escuchar el sonido de la tierra. Más tarde subimos hasta la cumbre misma del cerro que dominaba el ancho valle. La tierra no pertenece a nadie; es la tierra sobre la cual todos nosotros hemos de vivir por muchos años, arando, cosechando y destruyendo. Uno es siempre un huésped en esa tierra, y tiene la austeridad propia de un huésped. La austeridad es algo mucho más profundo que el poseer sólo unas pocas cosas. La palabra ‘austeridad’ ha sido estropeada por los monjes, los sannyasis, los ermitaños. Sentado ahí, en ese alto cerro, solo en medio de la solitud de tantas cosas, de tantas rocas y pequeños animales y hormigas, esa palabra carecía de significado. Al otro lado de los cerros, muy lejos en la distancia, estaba el ancho mar, radiante, resplandeciente. Nosotros hemos dividido la tierra como ‘tuya’ y ‘mía’ -tu nación, mi nación, tu bandera y la bandera de él, esta religión particular y la religión del hombre distante. El mundo, la tierra, están divididos, fragmentados. Y por eso es que reñimos y peleamos, y los políticos se regocijan en su poder a fin de mantener esta división y no miran jamás el mundo como una totalidad. Les falta la mente global. Nunca sienten ni perciben la inmensa posibilidad de no ser nacionalistas, de no tener divisiones; jamás pueden percibir la fealdad de su poder, de su posición y del sentido de su propia importancia. Ellos son como cualquier otra persona, sólo que ocupan el sitial del poder con sus insignificantes, mezquinos deseos y ambiciones, y así es, por lo visto, como mantienen la actitud tribal hacia la vida desde que el hombre ha estado sobre esta tierra. Carecen de una mente no comprometida con ningún tipo de resultados, ideales e ideologías -una mente que se mueva más allá de las divisiones de raza, cultura y religión que el hombre ha inventado. Los gobiernos deben existir en tanto el hombre no sea luz para sí mismo, en tanto no viva su vida cotidiana con orden, con atención, trabajando, observando, aprendiendo diligentemente. Prefiere más bien que le digan lo que debe hacer. Y se lo han dicho desde la antigüedad los sacerdotes, los gurús, y él acepta sus órdenes, sus peculiares disciplinas destructivas como si ellos fueran dioses en esta tierra, como si ellos conocieran todas las implicaciones de esta vida tan extraordinariamente compleja. Sentado ahí, muy por encima de todos los árboles, sobre una roca que tiene su propio sonido como toda cosa viviente en esta tierra, observando el cielo azul, claro, inmaculado, uno se pregunta cuánto tiempo le tomará al hombre aprender a vivir en este mundo sin rencillas, sin disputas, guerras y conflictos. El hombre ha creado el conflicto al dividir la tierra lingüísticamente, culturalmente, superficialmente. Uno se pregunta cuánto tiempo le tomará al hombre -que ha evolucionado durante tantos siglos de dolor y aflicción, de ansiedad y placer, temor y conflicto-, cuánto tiempo le tomará vivir una clase diferente de vida. Mientras uno estaba sentado quietamente, sin movimiento alguno, se acercó un lince. Como el viento soplaba por encima del valle, el animal no advirtió el olor de ese ser humano. Ronroneaba, frotándose contra una roca, su pequeña cola levantada, regocijándose con la maravilla de la tierra. Después desapareció cerro abajo entre los arbustos. Estaba protegiendo su guarida, su cueva o el lugar donde dormía. Protegía sus necesidades, sus propios gatitos, cuidándolos del peligro. Temía al hombre más que a ninguna otra cosa, al hombre que cree en Dios, que reza, al hombre rico con su escopeta, con su matar indiferente. Casi podía sentirse el olor de ese lince cuando pasó cerca. Uno estaba tan inmóvil, tan completamente quieto, que el animal ni siquiera lo miró; uno era parte de esa roca, parte del ambiente. ¿Por qué -se pregunta uno- el hombre no se da cuenta de que puede vivir en paz, sin guerras, sin violencia? ¿Cuánto tiempo le tomará comprender esto, cuántos siglos y siglos? Desde los siglos pasados, en millares de ayeres, no ha aprendido. Lo que es ahora, así será su futuro Esa roca se estaba poniendo demasiado caliente. La concentración del calor podía sentirse a través de los pantalones, de modo que uno se levantó y descendió siguiendo al lince que había desaparecido mucho tiempo atrás. Había otras criaturas: la ardilla de la tierra, una gran culebra y una serpiente de cascabel. Silenciosamente se ocupaban de sus asuntos. Se desvaneció el aire de la mañana; paulatinamente, el sol llegó al oeste. Tomaría una hora o dos antes de que se pusiera detrás de aquellos cerros, con el maravilloso contorno de las rocas y los colores del atardecer -azul, rojo y amarillo. Después, empezaría la noche, los sonidos de la noche llenarían el aire; sólo más tarde habría un silencio total. Las raíces del cielo son de inmenso vacío, porque en ese vacío hay energía, incalculable, vasta y profunda energía.
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