Lunes, 28 de febrero, 1983
Volando a 41.000 pies de altura, de un continente a otro, uno no ve más que nieve, millas y millas de nieve; todas las montañas y los cerros están cubiertos de nieve, y también los ríos están helados. Se les ve ondular, serpentear por toda la tierra. Y muy lejos, abajo, las granjas distantes están cubiertas de hielo y nieve. Es un largo y fatigoso viaje de once horas. Los pasajeros parloteaban todo el tiempo. Detrás de uno había una pareja que no paraba de hablar, sin mirar jamás la gloria de esos maravillosos cerros y montañas, sin mirar siquiera a los otros pasajeros. Aparentemente, estaban ambos absortos en sus propios pensamientos, en sus propios problemas, en sus charlas. Y al fin, después de un tedioso y sereno vuelo en lo más recio del invierno, aterrizamos en la ciudad del Pacífico. Después del ruido y del alboroto, abandonamos esa fea, desproporcionada, vulgar y vociferadora ciudad con sus interminables tiendas que venden casi todas ellas las mismas cosas. Dejamos todo eso detrás y recorremos la costa por la carretera del azul Pacífico, siguiendo la orilla por un bello camino que pasa a través de los cerros y se encuentra a menudo con el mar; y cuando el Pacífico queda atrás, penetramos en el campo después de serpentear por varias pequeñas colinas apacibles, tranquilas, llenas de esa extraña dignidad de la tierra, y finalmente llegamos al valle. Uno ha estado ahí por los últimos sesenta años, y cada vez se asombra al entrar en este valle silencioso que casi no ha sido tocado por el hombre. Penetra en este valle que parece una inmensa copa, un nido. Entonces abandona el pequeño poblado y asciende unos 1.400 pies, atravesando hileras e hileras de huertos y naranjales. El aire está perfumado de azahar. Todo el valle se halla impregnado de ese aroma. Y el perfume de azahar llena la mente, el corazón, todo el cuerpo. Es la más extraordinaria sensación la de vivir en medio de un perfume que perdurará por cerca de tres semanas o más. Y hay quietud en las montañas, una gran dignidad. Y cada vez que uno mira esos cerros y la alta cumbre que está a más de 6.000 pies, se sorprende realmente de que exista una región semejante. Siempre que uno llega a este valle tan quieto y apacible, hay un extraño sentimiento de distancia, de silencio profundo y de una vasta y lenta expansión de tiempo. El hombre trata de estropear el valle, pero éste ha sido preservado. Y esa mañana las montañas se veían extraordinariamente bellas. Uno casi podía tocarlas. Contienen toda la majestad, el inmenso sentido de permanencia. Y uno penetra silenciosamente en la casa donde ha vivido por más de sesenta años, y la atmósfera, el aire es -si se puede usar esa palabra- sagrado; uno lo siente, casi puede tocarlo con la mano. Como ha llovido considerablemente, porque es la estación de las lluvias, todos los cerros y los pequeños pliegues de la montaña están verdes, florecientes, plenos -la tierra sonríe ante tanto deleite, con cierta callada y profunda comprensión de su propia existencia. «Usted ha dicho una y otra vez que la mente, o si lo prefiere, el cerebro, debe vaciarse a sí mismo de todo el conocimiento que ha reunido, no sólo para ser libre sino para poder comprender algo que no es del tiempo ni del pensamiento ni de acción alguna. Usted ha dicho esto de diferentes maneras en la mayoría de sus pláticas, y yo encuentro terriblemente difícil de captar no sólo la idea, la profundidad de ello, sino el sentimiento de silencioso vacío -si puedo usar esa palabra. Jamás he podido tantear mi camino en ello. He intentando diversos métodos para terminar con el parloteo de la mente, con la incesante ocupación en una cosa u otra y con los problemas que crea esta misma ocupación. Y del modo en que uno vive, está atrapado en todo esto. Esta es nuestra vida cotidiana: el tedio, la charla permanente que tiene lugar en una familia; y cuando no se charla está la televisión o un libro. La exigencia de la mente parece ser la de hallarse ocupada, la de moverse de una cosa a otra, de un conocimiento a otro, de una acción a otra con el constante movimiento del pensar». «Como lo señalamos, el pensamiento no puede ser detenido por la mera determinación, por una decisión de la voluntad, o por el apremiante y urgente deseo de penetrar en la cualidad del quieto, silencioso vacío». «Yo me descubro a mí mismo envidioso con respecto a algo que creo, que siento que es verdadero y que me gustaría tener, pero ello siempre me ha eludido, ha permanecido siempre más allá de mi captación. He venido, como lo he hecho a menudo, para hablar con usted. ¿Por qué en mi vida cotidiana, en mis ocupaciones diarias no existe la estabilidad, la firmeza de aquella quietud? ¿Por qué falta esto en mi vida? Me he preguntado a mí mismo qué he de hacer. Y también me doy cuenta de que no puedo hacer mucho al respecto, o que no puedo hacer absolutamente nada. Pero la irritación sigue ahí, no puedo despreocuparme de ella. Si sólo pudiera experimentar aquello una vez, entonces ese recuerdo mismo me sostendría, daría significación a una vida en realidad bastante absurda. He venido, pues, a inquirir, a sondear esta cuestión: ¿Por qué la mente -tal vez la palabra cerebro sería mejor -exige estar siempre ocupada?»
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