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El Último Diario - Viernes 11 de marzo,1983
Viernes, 11 de marzo, 1983
Era una mañana moderadamente fresca, y había una luz que sólo existe en California,
especialmente en la parte sur. Es en verdad una luz realmente extraordinaria.
Hemos viajado probablemente por todo el mundo, por la mayor parte del mundo al menos,
hemos visto innumerables luces y nubes en muchas partes de la tierra. En Holanda, las
nubes están muy próximas al suelo; aquí en California, las nubes contra el cielo azul
parecen retener la luz eternamente -la luz que contienen las grandes nubes con su forma y
cualidad extraordinarias.
Era una mañana fresca, muy bella. Y cuando uno escaló el sendero rocoso que lleva hasta la
cumbre, y miró hacia abajo en el valle y vio las hileras e hileras de naranjos, de aguacates,
y los cerros que rodean el valle, era como si uno estuviera fuera de este mundo, tan
completamente perdido se hallaba para todas las cosas, para la fatiga, para las feas acciones
y reacciones del hombre. Uno dejaba atrás todo eso a medida que ascendía más y más por
el sendero rocoso. Dejaba atrás, muy abajo, la vanidad, la arrogancia, la vulgaridad de los
uniformes, de las condecoraciones que el hombre exhibe sobre todo su pecho, y la vanidad
y las extrañas vestimentas de los sacerdotes. Todo eso quedaba atrás.
Y cuando uno ascendía casi pisó a una codorniz madre con su docena o más de pequeñas
crías que se diseminaron piando entre los arbustos. Al llegar más arriba uno miró hacia
atrás, y vio que la codorniz ya había reunido nuevamente a las crías alrededor de ella, las
cuales estaban completamente seguras bajo las alas de su madre.
Es preciso escalar hora tras hora para alcanzar la gran cima. Algunos días uno vio un oso a
muy poca distancia, el cual no le prestó atención alguna. Los ciervos al otro lado del arroyo
también parecían indiferentes a la presencia del hombre. Finalmente uno llegó a la cima de
una meseta rocosa, y al otro lado de las colinas, hacia el sudoeste, se veía el mar distante,
tan azul, tan quieto, tan infinitamente lejano. Uno se sentó sobre una roca lisa, agrietada, a
la que el sol debió resquebrajar sin remordimiento alguno por siglos y siglos. Y en las
pequeñas grietas había diminutas criaturas vivientes que se escurrían; y el silencio era
completo, total e infinito. Un ave muy grande -la llaman cóndor- volaba describiendo
círculos en el cielo. Aparte de ese movimiento no había actividad alguna excepto estos
diminutos insectos; solo ese silencio, esa paz que existe únicamente donde el hombre jamás
ha estado antes.
Todo quedó atrás en ese pequeño poblado que se veía a tanta distancia debajo. Literalmente
todo: la propia identidad -si es que uno tenía alguna-, las pertenencias, la posesión de las
propias experiencias, los recuerdos de cosas que significaban algo para uno -todo eso quedó
atrás, muy abajo entre los resplandecientes huertos y naranjales. Aquí el silencio era
absoluto y uno estaba completamente solo.
La mañana era maravillosa y el aire fresco, que se estaba tornando más y más frío, lo
envolvía a uno; y uno estaba totalmente perdido para todas las cosas. Era la nada y más allá
de la nada.
Habría que olvidarse realmente de la palabra meditación. Es una palabra que ha sido
corrompida. El significado corriente de esa palabra -considerar algo, pensar o reflexionar
acerca de ello- es más bien trivial y común. Si queremos comprender la naturaleza de la
meditación, tenemos que olvidar realmente la palabra, puesto que no podemos medir con
palabras aquello que es inmensurable, que está más allá de toda medida. No hay palabras
que puedan comunicarlo, ni sistema alguno, ni métodos de pensamiento, ni prácticas o
disciplinas. Si pudiéramos más bien encontrar otra palabra que no haya sido tan mutilada,
tan corrompida, tan vulgarizada, que no se haya convertido en el medio de ganar
muchísimo dinero, si pudiéramos hacer a un lado la palabra ‘meditación’, entonces
comenzaríamos a percibir suavemente, serenamente, un movimiento que no es del tiempo.
Por otra parte, la palabra ‘movimiento’ implica tiempo. Lo que quiere indicarse es un
movimiento sin principio ni fin, un movimiento en el sentido de una ola -ola tras ola que
comienzan en ninguna parte y sin playa alguna donde puedan romper. Una ola infinita.
El tiempo, por lento que sea, es más bien tedioso. El tiempo significa crecimiento,
evolución -devenir, lograr, aprender, cambiar. Y el tiempo no es el camino hacia aquello
que está mucho más allá de la palabra ‘meditación’. El tiempo no tiene nada que ver con
eso. El tiempo es la acción de la voluntad, el deseo, y el deseo no puede en modo alguno
[palabra o palabras inaudibles aquí]... aquello que se encuentra mucho más allá de la
palabra meditación.
Aquí está uno sentado sobre esta roca, con el cielo azul -asombrosamente azul- y el aire
purísimo, incontaminado. Muy lejos, al otro lado de esta cadena de montañas, está el
desierto. Pueden verse millas y millas de desierto. Es realmente una percepción intemporal
de ‘lo que es’. Solamente esa percepción puede decir que aquello es.
Uno permaneció sentado ahí observando durante lo que parecieron muchos días, muchos
años, muchos siglos. A medida que el sol bajaba hacia el mar, uno fue abriéndose paso en
descenso hacia el valle, y todo alrededor estaba iluminado, esa brizna de hierba, ese sumac
[un arbusto silvestre], el altísimo eucalipto y la tierra floreciente. Tomó tanto tiempo
descender como el que había tomado el ascenso. Pero aquello que es intemporal no puede
ser medido por las palabras. Y ‘meditación’ es sólo una palabra. Las raíces del cielo se
hallan en el profundo y perdurable silencio.
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