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lunes, 24 de abril de 2023

El Último Diario - Domingo, 24 de abril, 1983

 Domingo, 24 de abril, 1983

Es una mañana primaveral, una mañana que nunca ha sido antes y nunca volverá a ser. Es una mañana de primavera. Cada pequeña brizna de hierba, las camelias, las rosas, todo está floreciendo y hay fragancia en el aire. Es una mañana de primavera y la tierra se halla intensamente viva, y aquí en el valle todas las montañas están verdes y la más alta de ellas se ve extraordinariamente vital, inmutable y majestuosa. Mientras uno está recorriendo el sendero esta mañana, y mira la belleza que lo rodea y esas ardillas listadas, cada tierna hoja de primavera resplandece al sol. Esas hojas han estado aguardando por esto todo el invierno, y acaban de brotar, delicadas, vulnerables. Y sin que uno sea romántico o imaginativo, hay un sentimiento de amor inmenso y de compasión por tanta belleza incorruptible. Ha habido un millar de mañanas de primavera, pero jamás una mañana como ésta, tan callada, tan quieta, tan intensa que quita el aliento -tal vez con adoración. Y las ardillas han desaparecido, así como los lagartos. Es una mañana de primavera y el aire está de fiesta; hay festivales en todo el mundo por ser la primavera. Los festivales se expresan de muchas maneras diferentes, pero aquello que es, jamás podrá expresarse en palabras. En todas partes, con cantos y danzas, existe este hondo sentimiento de la primavera. ¿Por qué parecemos estar perdiendo la condición altamente vulnerable de la sensibilidad -sensibilidad a todas las cosas que nos rodean, no sólo a nuestros problemas y confusiones? Ser realmente sensibles, no con respecto a algo en especial, sino sólo eso: ser sensibles, vulnerables como esa hoja nueva que nació hace unos días para enfrentarse a las tormentas, a las lluvias, a la oscuridad y la luz. Cuando somos vulnerables nos parece que se nos ha lastimado; al sentirnos lastimados nos encerramos en nosotros mismos, construimos alrededor de nosotros un muro, nos volvemos duros, crueles. Pero cuando somos vulnerables sin ninguna clase de feas y brutales reacciones, vulnerables a todos los movimientos de nuestro propio ser, vulnerables al mundo, tan sensibles que no hay remordimientos ni heridas psicológicas ni disciplinas autoimpuestas, entonces existe la cualidad de una existencia inconmensurable. Todos perdemos esta vulnerabilidad en el mundo del ruido, de la brutalidad, de la vulgaridad y el alboroto de la vida cotidiana. Tener los sentidos agudizados, no algún sentido en particular sino todos los sentidos completamente despiertos -lo cual no implica necesariamente ceder a ellos- ser sensibles a todos los movimientos del pensar, a los sentimientos, a los pesares, a la soledad, a la ansiedad... estar con todos esos sentidos totalmente despiertos implica tener una clase diferente de sensación que va más allá de todas las reacciones sensorias o sensuales. ¿Alguna vez hemos mirado el mar, o aquellas inmensas montañas, los Himalayas, que se extienden de horizonte a horizonte, o hemos mirado una flor con la totalidad de nuestros sentidos? Cuando hay una observación así, no existe un centro desde el cual uno esté observando, no existe un ‘yo’. El ‘yo’, la limitada observación de un sentido o dos, engendra el movimiento egotista. Después de todo, vivimos a base de los sentidos, de las sensaciones, y es sólo cuando el pensamiento crea la imagen a partir de las sensaciones, que surgen todas las complejidades del deseo. En esta mañana uno mira hacia abajo en el valle, contempla la extraordinaria extensión de verde y la ciudad distante, percibe la pureza del aire, observa todas las cosas que se arrastran por la tierra, las observa sin la interferencia de las imágenes que ha construido el pensamiento. Ahora la brisa está soplando desde el valle hacia lo alto del cañón, y uno inicia el regreso siguiendo las vueltas del sendero. Al descender, justo frente a uno, a unos diez pies de distancia, hay un lince. Se llega a escuchar su ronroneo mientras se frota contra una roca, con su pelo que sobresale de las orejas, su corta cola y su extraordinario, gracioso movimiento. Para él también es una mañana de primavera. Caminamos juntos descendiendo por el sendero, y el animal apenas si hace algún ruido a no ser por su ronroneo, disfrutando enormemente, deleitándose por hallarse afuera bajo el sol primaveral; está tan limpio que su pelaje resplandece mientras uno lo contempla -toda la naturaleza salvaje está en ese animal. De pronto, uno pisa una rama seca que hace ruido, y el lince escapa sin mirar siquiera hacia atrás; ese ruido señalaba al hombre, el más peligroso de todos los animales. En un segundo ha desaparecido entre los arbustos y las rocas, y toda la alegría se ha esfumado. Él sabe lo cruel que es el hombre, y no desea esperar; quiere estar lejos, tan lejos como le sea posible. Es una apacible mañana de primavera. Consciente de que un hombre se encontraba detrás de él, a pocos pies de distancia, ese lince debe de haber respondido instintivamente a la imagen de lo que el hombre es -el hombre que ha matado tantas cosas, que ha destruido tantas ciudades, que ha destruido una cultura tras otra, siempre persiguiendo sus deseos, siempre buscando alguna clase de seguridad y de placer. El deseo, que ha sido la fuerza impulsora en el hombre, ha creado muchísimas cosas gratas y útiles; y el deseo también ha creado, en las relaciones del hombre, muchísimos problemas y confusiones y desdichas -el deseo de placer. Los monjes y los sannyasis del mundo han tratado de trascender el deseo, se han forzado a adorar un ideal, una imagen, un símbolo. Pero el deseo está siempre ahí, ardiendo como una llama. Es necesario investigar, sondear la naturaleza del deseo, la complejidad del deseo, sus actividades, sus exigencias, sus satisfacciones -cada vez más y más deseo de poder, de posición, de prestigio, de status; el deseo de alcanzar lo innominable, lo que está más allá de nuestra vida cotidiana, el deseo que ha impulsado al hombre a hacer las cosas más feas y brutales. El deseo es el resultado de la sensación -el resultado que contiene todas las imágenes que ha elaborado el pensamiento. Y este deseo no sólo engendra insatisfacción, sino también una sensación de desesperanza. Jamás hay que reprimirlo, jamás disciplinarlo, sino investigar su naturaleza -su origen, su propósito, sus intrincaciones. Ahondar profundamente en el deseo no es la acción de otro deseo, porque tras ello no hay un motivo; es como comprender la belleza de una flor, sentarse junto a ella y contemplarla. Y mientras uno la contempla, la flor comienza a revelarse a sí misma tal como realmente es -revela la extraordinaria delicadeza de su color, el perfume, los pétalos, el tallo y la tierra de la cual ha brotado. Así hay que mirar este deseo y su naturaleza, sin ningún pensamiento que siempre moldea las sensaciones -placer y dolor, recompensa y castigo. Entonces uno comprende, no de manera verbal o intelectual, todo el proceso causativo del deseo, la raíz del deseo. La mera percepción de ello, la sutil percepción de ello es, en sí misma, inteligencia. Y esa inteligencia siempre actuará cuerdamente, racionalmente, al tratar con el deseo. De modo que hoy, sin hablar demasiado, sin pensar demasiado, uno se deja envolver enteramente por esta mañana de primavera, vive con ella, se mueve con ella, y es ése un júbilo que está más allá de toda medida. No podrá repetirse. Seguirá existiendo hasta que se escuche un golpe en la puerta.

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