Lunes, 9 de mayo, 1983
Uno se encontraba ya a bastante altura, mirando hacia abajo en lo profundo del valle; si se sube una milla o más siguiendo hacia arriba por el sinuoso sendero, se pasa por todo tipo de vegetación -robles perennes, artemisas, zumaques venenosos- y al dejar atrás un torrente que siempre está seco en verano, se puede divisar muy lejos en la distancia el mar azul, al otro lado de cadenas tras cadenas de montañas. Aquí arriba todo está absolutamente quieto, tan quieto que no hay un soplo de aire. Uno mira hacia abajo y las montañas lo miran a uno desde arriba. Se puede seguir escalando la montaña por muchas horas, descendiendo a otro valle para volver a subir. Uno lo ha hecho algunas veces antes, y en dos oportunidades alcanzó la cima misma de esas montañas rocosas. Al otro lado de éstas, hacia el norte, hay una vasta llanura desértica. Allá abajo hace muchísimo calor, mientras que aquí se está más bien fresco; uno tiene que ponerse algo encima a pesar del sol ardiente. Y al llegar abajo, mientras uno contempla los diversos árboles, las plantas y los pequeños insectos, de pronto escucha el tableteo de una serpiente de cascabel. Y pega un salto, afortunadamente lejos de la serpiente. Uno está a unos diez pies de ella, que continúa con su tableteo. Nos miramos, vigilantes, el uno al otro. Las serpientes carecen de párpados. Ésta no es muy larga, pero bastante gruesa, tan gruesa como el brazo de un hombre. Uno conserva su distancia y la observa cuidadosamente, observa su diseño, su cabeza triangular y su negra lengua que oscila hacia adentro y hacia afuera. Nos observamos mutuamente. Ella no se mueve y uno tampoco se mueve. Pero de pronto, con la cabeza y la cola dirigidas hacia uno, la serpiente se escurre hacia atrás y uno da un paso hacia adelante. Otra vez se enrosca sobre sí misma y se oye su cascabeleo mientras ambos nos vigilamos el uno al otro. Y nuevamente, con la cabeza y la cola vueltas hacia adelante, ella comienza a retroceder, y uno nuevamente avanza; y otra vez se enrosca y empieza con sus cascabeleos. Hacemos esto por varios minutos, quizá diez minutos o más; después ella se cansa. Se la ve inmóvil, aguardando, pero cuando uno se acerca, ya no emite ningún ruido. Por el momento, ha perdido su energía. Uno se encuentra muy próximo. A diferencia de la cobra, que se endereza para morder, esta serpiente ataca abalanzándose hacia adelante. Pero ahí no se veía movimiento alguno. Estaba demasiado exhausta, de modo que uno la dejó, puesto que se trataba realmente de una criatura muy venenosa, muy peligrosa. Uno podría quizás haberla tocado, pero aunque no tuvo miedo, se hallaba poco dispuesto a tocarla. Sentía que era preferible no hacerlo y la dejó tranquila. Al descender un poco más, uno casi pisa a una codorniz rodeada de una docena o más de crías. Éstas se desparraman entre los arbustos cercanos, y la madre también desaparece en un arbusto y todas se llaman entre sí. Uno baja un poco y, si tiene la paciencia de esperar, pronto vera reunirse a todas las crías bajo el ala de la madre. Se está fresco ahí arriba, y las aves aguardan a que el sol caliente el aire y la tierra. Cuando uno desciende más aún al otro lado del pequeño torrente, pasa por un prado que está perdiendo casi todo su verdor, y entonces regresa a la casa, bastante exhausto pero vivificado por el paseo y por el sol matinal. Y ahí están los naranjos con sus brillantes frutos amarillos, los rosales y los laureles, así como los altos eucaliptos. En la casa todo se halla muy tranquilo. Era una mañana agradable, llena de actividades extrañas desarrollándose en la tierra. Todas esas pequeñas criaturas vivas, corriendo de un lado a otro en busca del sustento matutino -la ardilla, la tuza. Comen las tiernas raíces de las plantas y son bastante destructivas. Un perro puede matarlas rápidamente de un mordisco. Todo está muy seco, las lluvias han pasado y se han ido para volver quizá dentro de cuatro meses o más. Abajo, el valle todavía se ve resplandeciente. Es extraño el silencio meditativo que cubre toda la tierra. A pesar del ruido de las ciudades y del tráfico, hay algo sagrado que es casi palpable. Si uno está en armonía con la naturaleza, con todas las cosas que nos rodean, entonces está en armonía con todos los seres humanos. Si uno ha perdido su relación con la naturaleza, perderá inevitablemente su relación con los seres humanos. Todo un grupo de nosotros, sentado a la mesa cuando terminó la comida, dio comienzo a una conversación muy seria, tal como ha ocurrido en algunas ocasiones anteriores. Discutimos el significado de las palabras, su influencia, su contenido, no meramente el significado superficial, sino la profundidad de la palabra, su cualidad, el sentido que transmite. Por supuesto, la palabra nunca es la cosa real. La descripción, la explicación, no es lo descrito, ni es la cosa acerca de la cual hay una explicación. La palabra, la frase, la explicación no son la realidad. Pero la palabra se usa para comunicar lo que uno piensa, lo que uno siente; y la palabra, aunque no se comunique a otro, conserva el sentimiento dentro de uno mismo. Lo factual jamás condiciona el cerebro, pero la teoría, la conclusión, la descripción, la abstracción sí que lo condicionan. La mesa jamás condiciona el cerebro, pero dios lo hace, ya se trate del dios de los hindúes, el de los cristianos o el de los musulmanes. El concepto, la imagen, condicionan el cerebro; no así lo que realmente sucede, lo que realmente tiene lugar. Para el cristiano, las palabras Jesús o Cristo tienen una gran significación, un gran sentido; evocan un sentimiento profundo, una sensación. Esas palabras no tienen sentido para el hindú, el budista o el musulmán. Esas palabras no son lo real. De modo que esas palabras, usadas durante dos mil años, han condicionado el cerebro. El hindú tiene sus propios dioses, sus propias divinidades. Esas divinidades, como las de los cristianos, son las proyecciones del pensamiento, nacen del temor, de la búsqueda de placer, etcétera. Parece que, de hecho, el lenguaje no condiciona el cerebro; lo que lo hace es la teoría del lenguaje, la abstracción de un cierto sentimiento y la abstracción que toma la forma de una idea, de un símbolo, de una persona -no la persona real sino la persona imaginada, o la persona anhelada, o la que proyecta el pensamiento. Todas esas abstracciones, esas ideas y conclusiones, por fuertes que sean, condicionan el cerebro. Pero lo real, lo factual -como la mesa- jamás lo hace. Tomemos una palabra como ‘sufrimiento’. Esa palabra tiene para el hindú un significado diferente del que tiene para el cristiano. Pero el sufrimiento, cualquiera que sea la forma en que se describa mediante las palabras, es compartido por todos nosotros. El sufrimiento es el hecho, lo real. Pero cuando tratamos de escapar del hecho mediante alguna teoría, o por medio de alguna persona que idealizamos, o de algún símbolo, esas formas de escape moldean el cerebro. El sufrimiento como un hecho, no lo hace, y esto es importante que se comprenda. Igual que la palabra ‘apego’; hay que ver la palabra, asirla como si la tuviéramos en la mano y observarla, sentir su profundidad, todo su contenido, sus consecuencias, ver el hecho de que estamos apegados a algo -el hecho, no la palabra; ese sentimiento en sí no moldea el cerebro, no lo introduce en un patrón, pero si uno se aparta de él, esto es, cuando el pensamiento se aparta del hecho, ese mismo movimiento de apartarse, el movimiento de escape, no sólo es un factor de tiempo psicológico, sino que con él comienza la acción de moldear el cerebro dentro de un patrón determinado. Para el budista, la palabra Buda, la sensación, la imagen, crean una gran reverencia, un gran sentimiento de devoción; él busca refugio en la imagen que ha creado el pensamiento. Y como el pensamiento es limitado, porque todo conocimiento es siempre limitado, esa imagen misma genera conflicto -el sentimiento de reverencia a una persona, o a un símbolo, o a cierta tradición largamente establecida -pero el sentimiento de reverencia en sí, divorciado de todas las imágenes externas, de los símbolos, etcétera, no es un factor que condicione el cerebro. Sentado ahí, en la silla siguiente, estaba un cristiano transformado. Y cuando al otro lado de la mesa alguien mencionó a Cristo, uno pudo sentir inmediatamente la restrictiva y reverencial reserva. Esa palabra había condicionado el cerebro. Es algo muy extraordinario observar todo este fenómeno de comunicación con las palabras; cada raza da una significación y un sentido diferentes a la palabra ‘sufrimiento’; y así se crea una división, una limitación al sentimiento de que la humanidad sufre. El sufrimiento de la humanidad es común a todos, lo comparten todos los seres humanos. El ruso puede expresarlo de un modo, el hindú, el cristiano, etcétera, de un modo diferente, pero el hecho del sufrimiento, el sentimiento factual de dolor, de pena, de soledad, ese sentimiento en sí jamás moldea o condiciona el cerebro. De modo que uno se vuelve muy atento a las sutilezas de la palabra, a su significado, a su influencia. La percepción universal, global de todos los seres humanos y de su mutua relación, sólo puede surgir cuando palabras tales como ‘nación’, ‘tribu’, ‘religión’, etc., han desaparecido. O bien la palabra tiene profundidad, significación, o no las tiene en absoluto. Para la mayoría de nosotros las palabras tienen muy poca profundidad, han perdido su significación. Un río no es un río particular. Los ríos de América, de Inglaterra, de Europa o de la India, son todos ríos, pero en el momento en que hay identificación a través de la palabra, existe la división. Y esta división es una abstracción del río, de la calidad y profundidad de sus aguas, del volumen, del caudal y la belleza del río.
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