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El Último Diario, 17 de marzo,1983
Jueves, 17 de marzo, 1983
Las nubes estaban muy bajas esta mañana. Había llovido la última noche, no demasiado,
pero eso regó la tierra, la nutrió, la enriqueció. En una mañana como ésta -con los cerros
flotando entre las nubes y con semejante cielo- cuando uno piensa en la enorme energía que
el hombre ha gastado sobre esta tierra, en el vasto progreso tecnológico de los últimos
cincuenta años, en todos los ríos más o menos contaminados, en el desperdicio de energía
dedicada a este perpetuo entretenimiento... todo eso se ve muy extraño y muy enfermizo.
En la galería, esta mañana el tiempo está muy lejos del hombre -el tiempo como
movimiento, el tiempo como el ir de aquí hasta allá, el tiempo para aprender, el tiempo para
actuar, el tiempo como un medio para cambiar de esto a aquello en las cosas comunes de la
vida. Uno puede entender que el tiempo sea necesario para aprender un idioma, para
aprender alguna destreza, para construir un avión, para armar una computadora, para viajar
alrededor del mundo; el tiempo de la juventud, el tiempo de la vejez, el tiempo como el sol
que se pone o como el sol que se levanta lentamente sobre los cerros, el tiempo de las
largas sombras y del crecimiento de un árbol que madura poco a poco, el tiempo para llegar
a ser un buen jardinero, un buen carpintero, etcétera. En el mundo físico, en la acción física,
el tiempo se vuelve indispensable y útil.
¿Es que trasladamos y extendemos el mismo uso del tiempo al mundo psicológico?
¿Extendemos este modo de pensar, de actuar, de aprender, al mundo que está bajo la piel,
que está en el área de la psique, como esperanza, como llegar a ser esto o aquello, como
mejoramiento propio? Suena más bien absurdo -cambiar de esto a aquello, de ‘lo que es’ a
‘lo que debería ser’. Pensamos que el tiempo es necesario para cambiar toda la compleja
cualidad de la violencia transformándola en lo que no es violento.
Sentado tranquilamente a solas en la galería que da sobre el largo y ancho valle, uno casi
podía contar las hileras de naranjos, los huertos bellamente conservados. Ver la belleza de
la tierra, del valle, no involucra al tiempo, pero el trasladar esa percepción a un lienzo o a
un poema, requiere tiempo. Tal vez usamos el tiempo como un medio de escapar de ‘lo que
es’, de lo que somos, de lo que el futuro será para nosotros mismos y para el resto de la
humanidad.
En el reino psicológico, el tiempo es el enemigo del hombre. Queremos que la psique
evolucione, crezca, se expando, se realice, se convierta en algo más que lo que es. Jamás
ponemos en tela de juicio la validez de tal deseo, de tal concepto; fácilmente, quizá muy
contentos, aceptamos que la psique puede evolucionar, florecer, y que un día habrá paz y
felicidad en el mundo. Pero en realidad no existe la evolución psicológica.
Hay un colibrí que va de flor en flor, ¡un resplandor intenso en esta quieta luz, con tanta
vitalidad en esa pequeñita criatura! La rapidez de las alas y el ritmo tan fantástico y
constante; parece capaz de moverse hacia adelante y hacia atrás. Es algo maravilloso
observarlo, sentir la delicadeza, el color brillante, y sorprenderse de esa belleza tan
diminuta, tan veloz y que tan rápidamente ha desaparecido... Y hay un sinsonte sobre el
cable telefónico. Otro pájaro está posado en la copa de aquel árbol y desde allí examina
todo el mundo. Ha estado sin moverse de ahí por más de media hora, pero vigilando,
moviendo su cabecita para advertir el más mínimo peligro. Y ahora también ha
desaparecido. Las nubes están comenzando a alejarse, ¡y qué verdes se ven los cerros!
Como se ha dicho, la evolución psicológica no existe. La psique nunca puede devenir o
desarrollarse hasta convertirse en algo que no es. El orgullo y la arrogancia no pueden
convertirse sino en un orgullo y una arrogancia mayores, ni puede el egoísmo, que es el
destino común a todos los seres humanos, llegar a ser otra cosa que más y más egoísmo,
más y más de su propia naturaleza. Es más bien alarmante darse cuenta de que la propia
palabra ‘esperanza’ contiene todo el mundo del futuro. Este movimiento de ‘lo que es’ a ‘lo
que debería ser’ es una ilusión, es realmente -si uno puede usar esa palabra- una mentira.
Aceptamos como una cuestión de hecho lo que el hombre ha repetido a través de los siglos,
pero cuando empezamos a cuestionar, a dudar, podemos ver muy claramente -si es que
queremos verlo y no lo ocultamos detrás de alguna imagen o alguna antojadiza
construcción verbal- la naturaleza y estructura de la psique, del ego, del ‘yo’. El ‘yo’ jamás
puede convertirse en algo mejor. Lo intentará, pensará que puede, pero el ‘yo’ subsiste
siempre en sutiles formas. Se esconde tras de muchas vestiduras, adopta múltiples
estructuras; varía de vez en cuando, pero siempre existe este ‘yo’, esta actividad separativa,
egocéntrica que imagina que un día hará de sí misma algo que en realidad no es.
Uno ve, pues, que no existe una evolución del yo; sólo existe la terminación del egoísmo,
de la ansiedad, de la aflicción y el dolor que constituyen el contenido de la psique, del ‘yo’.
Sólo existe el fin de todo eso, y ese fin no requiere tiempo. No es que todo eso vaya a
terminar pasado mañana. Terminará solamente cuando exista la percepción de ese
movimiento. Una percepción no sólo objetiva, sin distorsión, sin prejuicio alguno, sino libre
de todas las acumulaciones del pasado. Ser testigo de todo esto sin el observador -el
observador pertenece al tiempo, y por mucho que quiera producir una mutación en sí
mismo seguirá siendo el observador; los recuerdos, por gratos que puedan ser, carecen de
realidad, son cosas del pasado, cosas desaparecidas, terminadas, muertas. Sólo observando
sin el observador, uno comprende realmente la naturaleza del tiempo y la terminación del
tiempo.
El colibrí ha regresado. Un rayo de sol que se filtra por una abertura de las nubes, lo ha
atrapado haciendo destellar sus colores, el largo y fino pico y el movimiento rápido de las
alas. La pura observación de ese pequeño pájaro, el sólo observarlo sin reacción alguna, es
observar todo el mundo de la belleza.
«El otro día le escuché decir que el tiempo es el enemigo del hombre. Usted explicó
brevemente algo al respecto. Parece una afirmación muy extravagante. Y usted ha hecho
otras declaraciones similares. He encontrado que algunas de ellas son verdaderas, naturales,
pero mi mente nunca puede ver con facilidad lo real, la verdad, el hecho. Me estuve
preguntando, y también lo pregunté a otros, por qué nuestras mentes se han vuelto tan
torpes, tan lerdas, por qué no podemos ver instantáneamente si algo es falso o verdadero.
¿Por qué necesitamos explicaciones para cosas que parecen tan obvias, si usted ya las ha
explicado? ¿Por qué yo, o cualquiera de nosotros, no ve la verdad de este hecho? ¿Qué ha
sucedido con nuestras mentes? Me gustaría, si es posible, dialogar sobre esto con usted a
fin de averiguar por qué mi mente no es sutil, rápida. ¿Y puede esta mente, que ha sido
adiestrada y educada, llegar alguna vez a ser real y profundamente rápida, sutil, y ver algo
instantáneamente, percibiendo la cualidad y la verdad o falsedad de ello?»
«Señor, comencemos por inquirir por qué nos hemos convertido en esto que somos.
Ciertamente, ello nada tiene que ver con la vejez. ¿Es por el modo en que vivimos -el
beber, el fumar, las drogas, el bullicio, la fatiga de la perpetua ocupación? Tanto
exteriormente como interiormente, estamos siempre ocupados con algo. ¿Es la naturaleza
misma del conocimiento la que contribuye a esto? Se nos adiestra para adquirir
conocimientos -a través del colegio, de la universidad o en la acción de ejecutar algo
hábilmente. ¿Es el conocimiento uno de los factores de esta falta de sutileza? Nuestros
cerebros están llenos de muchísimas cosas, han reunido una gran cantidad de información
proveniente de la televisión y de todos los diarios y revistas, y registran lo más que pueden;
están todo el tiempo absorbiendo, reteniendo. ¿Es, pues, el conocimiento uno de los
factores que destruye la sutileza de la mente? Pero no podemos desembarazarnos de
nuestros conocimientos o dejarlos de lado; tenemos que poseerlos. Señor, usted necesita del
conocimiento para manejar un automóvil, para escribir una carta, para realizar distintas
gestiones; hasta tiene que poseer alguna clase de conocimiento para saber cómo empuñar
una pala. Por supuesto que los necesita. Tenemos que poseer conocimientos en el mundo de
la actividad cotidiana.
»Pero estamos hablando del conocimiento acumulado en el mundo psicológico, el
conocimiento que hemos reunido acerca de nuestra esposa, si es que tenemos una esposa;
ese conocimiento mismo de haber vivido con nuestra esposa por diez días o por cincuenta
años, ha embotado nuestro cerebro, ¿no es así? Los recuerdos, los imágenes, todo está
almacenado ahí. Estamos hablando de esta clase de conocimiento interno. El conocimiento
tiene sus propias sutilezas superficiales -cuándo ceder, cuándo resistir, cuándo acumular y
cuándo no- pero nosotros estamos preguntando otra cosa: ese conocimiento mismo, ¿no
hace que nuestra mente, nuestro cerebro se vuelva mecánico y repetitivo a causa del hábito?
La enciclopedia contiene todo el conocimiento de todas las personas que han escrito en ella.
¿Por qué no dejar ese conocimiento en el estante y utilizarlo cuando sea necesario? No
cargarlo en nuestro cerebro.
»Preguntamos: Ese conocimiento, ¿impide el instante de comprensión, la percepción
instantánea que da origen a la mutación, la sutileza que no se encuentra en las palabras? ¿Es
que estamos condicionados por los periódicos, por la sociedad en que vivimos -la que,
dicho sea de paso, nosotros hemos creado, porque cada ser humano desde las pasadas
generaciones hasta el presente ha creado esta sociedad, ya sea en esta parte del mundo o en
cualquier otra parte? ¿Es el condicionamiento por medio de las religiones lo que ha
moldeado nuestro pensar? Cuando uno cree intensamente en alguna figura, en alguna
imagen, esa misma intensidad de la creencia impide la sutileza, la rapidez mental.
»¿Es que estamos tan constantemente ocupados que no hay espacio en nuestra mente y en
nuestro corazón -espacio tanto interno como externo? Todos necesitamos un poco de
espacio, pero uno no puede tener espacio físicamente si está en una ciudad atestada, o se
encuentra atestado en su propia familia, atestado por todas las impresiones que ha recibido,
por todas las presiones. Y psicológicamente tiene que haber espacio -no el espacio que el
pensamiento puede imaginar, no el espacio del aislamiento, no el espacio que divide
política, social y racialmente a los seres humanos, no el espacio entre continentes, sino un
espacio interno que no tiene centro. Donde hay un centro, hay una periferia, una
circunferencia. No estamos hablando de tal espacio.
»Y otra razón de que no seamos sutiles, ágiles, ¿será porque nos hemos vuelto
especialistas? Podemos ser ágiles en nuestra propia especialización, pero uno duda de que
haya comprensión alguna de la naturaleza del dolor, de la angustia, de la soledad, etcétera,
en una persona especializada, adiestrada. Desde luego que uno no puede adiestrarse para
tener una mente buena y clara; la palabra ‘adiestrado’ implica estar condicionado. ¿Y cómo
puede ser clara jamás una mente condicionada?
»De modo, señor, que todos estos pueden ser los factores que nos impiden tener una buena
mente, una mente clara y sutil».
«Gracias, señor, por recibirme. Tal vez, y así lo espero, algo de lo que usted ha dicho -no es
que yo lo haya comprendido completamente- pero algunas de las cosas que usted ha dicho
puede que hayan echado semillas en mí, y que yo permita que esas semillas germinen,
florezcan sin interferencia alguna de mi parte. Quizás entonces pueda ver algo muy
rápidamente, comprender algo sin necesidad de tremendas explicaciones, de análisis
verbales, etcétera. Hasta luego, señor».
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