Jueves, 21 de abril, 1983
Hay una cabaña muy alta entre los cerros, un tanto aislada pese a que hay allí otras cabañas. La cabaña está en medio de esos maravillosos viejos árboles gigantes, las secuoyas[3]. Se dice que algunas de ellas han existido desde el tiempo de los antiguos egipcios, quizá desde Ramsés II. Son árboles realmente maravillosos. Su corteza es de color rosado y brilla al sol de la mañana Estos árboles no pueden quemarse; la corteza resiste el fuego, y uno puede ver donde los viejos indios hacían hogueras alrededor del árbol; la oscura marca del fuego aún está ahí. Son realmente muy gigantescos en tamaño, sus troncos son enormes, y si uno se sienta muy quietamente bajo ellos a la luz de la mañana, con el sol en medio de las copas de los árboles, todas las ardillas que se encuentran ahí vendrán muy cerca de uno. Son muy inquisitivas, igual que los grajos, porque también hay grajos aquí, pájaros azules, muy azules, siempre listos para increparlo a uno preguntándole por qué está ahí, diciéndole que está perturbando el área que les pertenece, y que uno debe irse lo más rápidamente posible. Pero si uno permanece inmóvil observando, contemplando la belleza de la luz solar entre las hojas en el aire quieto, entonces ellos lo dejarán tranquilo, lo aceptarán igual que las ardillas. No era aún la estación, de modo que las cabañas estaban vacías y uno se encontraba solo, y en la noche había mucho silencio. Ocasionalmente, solían venir los osos, y a veces se oían sus pesados cuerpos chocar contra la cabaña. Éste podía haber sido un lugar completamente salvaje, porque la civilización moderna no lo ha destruido del todo. Uno tenía que escalar desde el llano, yendo y viniendo, más y más hacia arriba hasta llegar a este bosque de secoyas. Había torrentes que corrían hacia abajo por la ladera. ¡Era tan extraordinariamente hermoso encontrarse solo en medio de estos inmensos, altísimos árboles, antiguos más allá de la memoria y tan por completo indiferentes a lo que estaba ocurriendo en el mundo, silenciosos en su antigua dignidad y fuerza! Y en esta cabaña, rodeado por estos añosos árboles, uno estaba solo día tras día, observándolo todo, haciendo largas caminatas sin toparse prácticamente con nadie. Desde tal altura podían verse los llanos iluminados por el sol, sumergidos en sus ocupaciones; se divisaban los automóviles como pequeños insectos persiguiéndose unos a otros. Y aquí arriba sólo los verdaderos insectos estaban atareados todo el día. Había muchísimas hormigas. Las rojas trepaban sobre las piernas, pero nunca parecían prestarle a uno mucha atención. Desde esta cabaña uno alimentaba a las ardillas. Había una ardilla en particular que solía venir todas las mañanas, y uno tenía preparada una bolsa con cacahuetes que le iba dando uno por uno; la ardilla acostumbraba llenarse con ellos la boca, luego cruzaba el antepecho de la ventana y venía a la mesa con la tupida cola arrollada hasta casi tocar su cabeza. Solía tomar muchos de estos cacahuetes pelados, e incluso a veces los que aún tenían cáscara, y cruzando la habitación saltaba de vuelta al antepecho de la ventana, y de allí hacia abajo a la galería, desde donde, recorriendo el espacio libre, se introducía en un árbol muerto dentro de un agujero donde tenía su hogar. Acostumbraba venir, y tal vez por una hora o más aguardaba estos cacahuetes yendo y viniendo de un lado a otro. Por entonces ya era muy mansa, se dejaba acariciar, y era tan suave, tan dulce, lo miraba a uno con sus ojos primero llenos de sorpresa y después amistosos. Sabía que no la lastimarían. Un día, al cerrar todas las ventanas mientras ella estaba adentro y la bolsa con los cacahuetes sobre la mesa, la ardilla tomó el habitual bocado y luego se dirigió a las ventanas y a la puerta, y al encontrar todo cerrado se dio cuenta de que estaba prisionera. Vino brincando hacia la mesa, saltó sobre ella y mirándolo a uno comenzó a regañarlo. Después de todo, uno no podía retener como prisionera a esa vivaz y bella criatura, de modo que abrió las ventanas. La ardilla saltó al piso, trepó al antepecho de la ventana, regresó al tronco muerto y después volvió directamente en busca de más cacahuetes. Desde entonces fuimos realmente grandes amigos. Después de que hubo rellenado ese agujero con cacahuetes, probablemente para el invierno, solía subir a los troncos de los árboles recorriéndolos en persecución de otras ardillas, pero siempre regresaba a su tronco muerto. A veces, en el atardecer, venía al antepecho de la ventana y se sentaba ahí parloteando, mirándome, diciéndome algo sobre su tarea cotidiana, y cuando oscurecía, daba las buenas noches y saltaba de regreso a su casa en el agujero del viejo árbol muerto. Y a la mañana siguiente, muy temprano, estaba ahí en el antepecho llamándome, parloteando... Y el día había comenzado. Todos los animales en ese bosque, todas las criaturas pequeñas, hacían lo mismo -juntar comida, perseguirse unos a otros por diversión o por furia- y los animales grandes como el ciervo eran curiosos y lo miraban a uno. Y cierta vez, cuando uno ascendió a una altura moderada y caminaba a lo largo de un sendero rocoso, se dio vuelta y ahí estaba una osa negra, imponente, con cuatro cachorros del tamaño de gatos grandes. Los empujó a los cuatro hacia lo alto de un árbol, y ellos treparon a fin de estar a salvo, después de lo cual la madre se volteó para mirarme. Extrañamente, no teníamos miedo. Nos miramos el uno al otro por unos dos o tres segundos, o tal vez más, y luego le di la espalda y seguí descendiendo por el mismo sendero. Solamente después, cuando estuve seguro en mi cabaña, advertí lo realmente peligroso que había sido este encuentro con una madre osa y sus cuatro cachorros. La vida es un proceso eterno de devenir y terminar. Este gran país aún no se había sofisticado en aquellos días; aun no había alcanzado este terrible avance tecnológico, y no había demasiada vulgaridad como la que ahora existe. Sentado en los escalones de esa cabaña, uno observaba, y todo estaba activo -los árboles, las hormigas, los conejos, el venado y la ardilla. La vida es acción. La vida es una serie continua, incesante de acciones hasta que uno muere. La acción que nace del deseo está deformada, es limitada; y esta acción limitada, no importa lo que uno haga, tiene que dar origen a un conflicto interminable. Toda cosa que es limitada debe engendrar, por su misma naturaleza, muchos problemas, muchas crisis. Es como un hombre, como un ser humano que está todo el tiempo pensando en sí mismo, en sus problemas, en sus experiencias, en sus alegrías y placeres, en sus negocios -completamente egocéntrico. La actividad de una persona así es, naturalmente, muy limitada. Uno nunca se da cuenta de la limitación que tiene esta condición egocéntrica. La gente llama a esto realizarse, expresarse uno a sí mismo, lograr el éxito, perseguir el placer y llegar a ser algo internamente -el impulso, el deseo de ser. Toda una actividad semejante no sólo tiene que ser una actividad limitada y distorsionada, sino que en sus sucesivas acciones, cualquiera que sea la dirección de las mismas, debe por fuerza engendrar fragmentación, tal como se ve que ocurre en este mundo. El deseo es muy fuerte; los monjes y los sannyasis han tratado de reprimirlo, han tratado de identificar esa llama ardiente con algunos símbolos nobles o con alguna imagen -identificando el deseo con algo más grande- pero eso sigue siendo deseo. Cualquier acción que surge del deseo, se llame noble o innoble, sigue estando limitada, distorsionada. Ahora el grajo azul había regresado; estaba ahí después de su comida matinal, rezongando para ser advertido. Y uno le arrojo unos cuantos cacahuetes. Primero protestó, luego brincó bajando al piso, tomó unos cuantos en su pico, regresó volando a la rama, la abandonó rápidamente y volvió con sus regaños. Y también el pájaro, gradualmente, día a día, se fue amansando. Venía muy cerca con los ojos brillantes, la cola levantada, el color azul resplandeciendo con una claridad y un brillo muy intensos -un azul que ningún pintor podría atrapar. E increpaba a los otros pájaros. Probablemente, éste era su dominio y no quería ningún intruso. Pero siempre están los intrusos. Pronto vinieron otros pájaros. Parecía que a todos les gustaban las pasas de uva y los cacahuetes. Toda la actividad de la existencia estaba ahí. El sol se encontraba ahora alto en el cielo y había muy pocas sombras, pero hacia el atardecer habrá sombras largas, esculturales, bien proporcionadas, oscuras y sonrientes. ¿Existe una acción que no provenga del deseo? Si formulamos una pregunta así, y raramente lo hacemos, podremos inquirir sin motivo alguno, y descubrir una acción que sea de la inteligencia. La acción del deseo no es inteligente; lleva a toda clase de problemas con sus secuelas. ¿Existe una acción de la inteligencia? Uno tiene que ser siempre algo escéptico en estas cuestiones; la duda es un extraordinario factor de purificación del cerebro, del corazón. La duda, cuidadosamente aplicada, trae una gran claridad, libera. En las religiones orientales, dudar, cuestionar, es una de las necesidades para encontrar la verdad, pero en la cultura religiosa de la civilización occidental la duda es una abominación del demonio. No obstante, en la libertad, en una acción que no es del deseo, tiene que existir la chispa de la duda. Cuando uno ve verdaderamente, no de manera teórica ni verbal, que la acción del deseo es corrupta, que está deformada, esa percepción misma es el principio de la inteligencia que da origen a una acción por completo diferente. O sea, ver lo falso como falso, ver la verdad en lo falso, y ver la verdad como verdad. Una percepción semejante es esa calidad de inteligencia que no es ‘mía’ ni de ‘nadie’ en particular, la cual, entonces, actúa. Esa acción está libre de distorsiones, de remordimientos. No deja ninguna huella, ninguna pisada en las arenas del tiempo. Esa inteligencia no puede existir a menos que haya una gran compasión, un gran amor. Y no puede haber compasión si las actividades del pensamiento están ancladas en alguna ideología o fe particular, o atadas a un símbolo o a una persona. Para que haya compasión tiene que haber libertad. Y donde existe esa llama, la llama misma es el movimiento de la inteligencia. [3] En septiembre de 1942, Krishnamurti había permanecido en soledad por tres semanas en una cabaña que se encuentra en el Sequoia National Park, donde se había sentido extáticamente dichoso. Es esta experiencia la que está evocando en su dictado.
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