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domingo, 30 de abril de 2023

El Último Diario - Martes, 27 de marzo, 1984

 Martes, 27 de marzo, 1984 Ojai[9], California

 En ese viaje desde el aeropuerto a través de la vulgaridad de las grandes poblaciones que se extendían por muchas, muchas millas, con luces deslumbrantes y muchísimo ruido, al tomar después la autopista y pasar por un corto túnel, súbitamente dimos con el Pacífico. Era un día claro sin un solo soplo de viento, pero como era muy temprano en la mañana, había una gran pureza antes de que la contaminación del gas monóxido llenara el aire. El mar se veía muy tranquilo, casi como un inmenso lago. El sol acababa de asomar sobre el cerro, y las aguas profundas del Pacifico tenían el color del Nilo, pero en los bordes eran de un azul claro y lamían suavemente las orillas. Había muchos pájaros, y en la distancia uno alcanzó a divisar una ballena. Siguiendo la carretera de la costa había muy pocos automóviles esa mañana, pero sí se veían casas en todas partes; probablemente vivía gente muy rica ahí. Y cuando uno llegaba al Pacífico, estaban los agradables cerros a la izquierda. En medio de estos cerros, bien en lo alto, había casas, y la carretera que seguía el mar, serpenteaba entrando y saliendo; y nuevamente nos encontramos con otra ciudad, pero afortunadamente la carretera no la atravesaba. Había ahí un centro naval con sus modernos medios de matar a la humanidad. Pasamos de largo y doblamos hacia la derecha, dejando el mar atrás; y después de los pozos de petróleo, alejándonos aún más del mar, atravesamos por naranjales, pasamos un campo de golf hasta llegar a un pequeño poblado donde otra vez la carretera serpenteaba atravesando huertos de naranjos, con el aire impregnado del perfume de azahar. Y todas las hojas de los árboles se veían relucientes. Parecía haber una gran paz en este valle, tan quieto, tan alejado de todas las multitudes, de los ruidos la vulgaridad. Este país es hermoso tan vasto -con sus desiertos, con las montañas coronadas de nieve, los poblados, las grandes ciudades y los ríos más grandes aún. La tierra es maravillosamente bella, vasta, global. Y llegamos a esta casa que era aún más tranquila y bella, relucientemente construida y con la limpieza que no tienen las casas en las ciudades. Había muchísimas flores, rosas y otras. Un lugar para estar tranquilo, no precisamente para vegetar, sino para estar realmente, profundamente tranquilo en lo interno. El silencio es una gran bendición, purifica el cerebro, le da vitalidad, y este silencio desarrolla una gran energía, no la energía del pensamiento o la energía de las máquinas, sino una energía incontaminada que no ha sido tocada por el pensamiento. Es la energía que posee una capacidad y destreza incalculables. Y éste es un lugar donde el cerebro, hallándose muy activo, puede estar en silencio. Esa misma actividad intensa del cerebro, tiene la cualidad y profundidad y belleza del silencio. Aunque uno ha repetido esto a menudo, la educación es el cultivo de la totalidad del cerebro, no de una parte de él; es el cultivo holístico del ser humano. Una escuela de estudios secundarios debería enseñar tanto ciencia como religión. La ciencia significa realmente el cultivo del conocimiento. La ciencia es la que ha originado el presente estado de tensión en el mundo, porque mediante el conocimiento ha producido los instrumentos más destructivos que el hombre haya inventado jamás. Pueden borrar de un soplo ciudades enteras, millones de seres humanos pueden ser destruidos, vaporizados en un segundo. Y la ciencia nos ha dado también muchísimas cosas útiles -en comunicación, medicina, cirugía, e innumerables cosas menores para la comodidad del hombre, para un modo más fácil de vida en el cual los seres humanos no tengan necesidad de luchar incesantemente para adquirir su alimento, etc. Y nos ha dado la deidad moderna, la computadora. Uno puede enumerar las muchas, muchas cosas que la ciencia ha producido para ayudar al hombre y también para destruir al hombre, para destruir completamente el mundo de la humanidad y la inmensa belleza del mundo natural. Los gobiernos están utilizando a los científicos, y los científicos gustan de ser utilizados por los gobiernos, porque esto les permite gozar de una posición, tener dinero, reconocimiento y todas esas cosas. Los seres humanos también acuden a la ciencia para que traiga paz al mundo, pero la ciencia ha fracasado, tal como la política ha fracasado en dar a los hombres seguridad total, paz para vivir y para cultivar no sólo los campos, sino el cerebro, el corazón, el estilo de vida, lo cual constituye el arte supremo. Y las religiones -las superficiales tradicionales religiones aceptadas, los credos y los dogmas- han causado un gran perjuicio al mundo. Históricamente, han sido las responsables de las guerras al dividir al hombre contra el hombre todo un continente con muy fuertes creencias, dogmas y rituales, contra otro continente que no cree en las mismas cosas, que no tiene los mismos símbolos, los mismos rituales. Esto no es religión, es sólo una tradición que se repite con sus interminables ritos que han perdido toda significación, excepto la de brindar cierta clase de estímulo; todo eso se ha convertido en un gran entretenimiento. La religión es algo por completo diferente. A menudo hemos hablado de la religión. La esencia de la religión es la libertad -no libertad de hacer lo que a uno le plazca, eso es demasiado infantil, inmaduro y contradictorio; genera gran conflicto, desdicha y confusión. La libertad, como la religión, es algo por completo diferente. Significa ausencia de conflicto interno, psicológico. Y con la libertad, el cerebro se vuelve holístico, no está fragmentado en sí mismo La libertad implica también amor, compasión; y no hay libertad si no hay inteligencia. La inteligencia es inherente a la compasión y al amor. Uno puede ahondar en esto infinitamente, no de manera verbal o intelectual, sino viviendo internamente esa índole de vida. Y en una escuela secundaria común o de más alta graduación, la ciencia es conocimiento. El conocimiento puede expandirse sin cesar, pero el conocimiento es siempre limitado porque se basa en la experiencia, y esa experiencia puede ser un resultado teórico, hipotético. El conocimiento es necesario, pero en tanto la ciencia sea la actividad de un grupo separado, o de una nación separada -lo cual es una actividad tribal- ese conocimiento sólo puede generar más conflicto, un desastre mayor en el mundo, cosa que está ocurriendo actualmente. La ciencia con su conocimiento no es para destruir a los seres humanos, porque los científicos, después de todo, son en primer lugar seres humanos, no sólo especialistas; son ambiciosos, codiciosos, buscan su propia seguridad personal como todos los demás seres humanos en el mundo. Los científicos son como cualquiera de nosotros. Pero su especialización, al mismo tiempo que produce ciertos beneficios, causa una gran destrucción. Lo han demostrado las dos últimas grandes guerras. La humanidad parece hallarse en un perpetuo movimiento de destruirse y volver a construirse de nuevo -destrucción y construcción; destruir a seres humanos y dar origen a una población mayor. Pero si todos los científicos del mundo abandonaran sus herramientas y dijeran: «No contribuiremos a la guerra, a la destrucción de la humanidad», entonces podrían volver su atención, su destreza, su compromiso, a producir una relación mejor entre la naturaleza, el medio y los seres humanos. Si hubiera cierta paz entre unos pocos, entonces esos pocos - no necesariamente la élite - emplearían toda su habilidad para dar origen a un mundo diferente. Entonces la religión y la ciencia podrían marchar juntas. La religión es una forma de ciencia. O sea, conocer e ir más allá de todo conocimiento, comprender la naturaleza e inmensidad del universo, no a través de un telescopio, sino de la inmensidad de la mente y el corazón. Y esta inmensidad no tiene absolutamente nada que ver con ninguna religión organizada. ¡Con cuánta facilidad se convierte el hombre en un instrumento de sus propias creencias, de su propio fanatismo, comprometido con alguna clase de dogma que carece de realidad! Ningún templo, iglesia o mezquita contiene la verdad. Son tal vez símbolos, pero los símbolos no son lo real. Al adorar un símbolo, uno pierde contacto con lo real, con la verdad. Pero por desgracia, al símbolo se le ha dado una importancia mucho mayor que a la verdad. Uno le rinde culto al símbolo. Todas las religiones se basan en ciertas conclusiones y creencias, y todas las creencias son divisivas, tanto las creencias políticas como las religiosas. Donde hay división tiene que haber conflicto. Y una escuela secundaria superior no es lugar para el conflicto. Es un lugar para aprender el arte de vivir. Este arte es el más grande de todos, sobrepasa a todas las demás artes porque afecta la totalidad del ser humano, no sólo una parte de él por grata que ésta pueda ser. Y en una escuela de esta clase, si el educador se compromete con esto, no como un ideal sino como una realidad en la vida cotidiana -compromiso, vale la pena repetirlo, no con algún ideal, alguna utopía, alguna noble conclusión- entonces puede realmente tratar de descubrir, en el cerebro humano, un modo de vivir que no esté atrapado en problemas, luchas conflictos y sufrimientos. El amor no es un movimiento de pesar, angustia y soledad; es intemporal. Y el educador, si se atuviera a esto podría introducir gradualmente en la adquisición de conocimientos de los estudiantes, este verdadero espíritu religioso que está mucho más allá de todos los conocimientos, que es quizá la terminación misma del conocimiento -no quizás- es la terminación del conocimiento. Porque es preciso estar libres del conocimiento para comprender aquello que es eterno, intemporal. El conocimiento pertenece al tiempo, y la religión está libre de la esclavitud del tiempo. Parece muy urgente e importante que demos origen a una generación nueva; incluso media docena de personas así en el mundo harían una diferencia inmensa. Pero el educador necesita educación. La de educador es la más grande vocación del mundo. [9] El 6 de junio de 1983, Dorothy Simmons, la directora de la Escuela de Brockwood Park, sufrió un ataque cardíaco. Después de eso Krishnamurti estuvo demasiado ocupado en los asuntos de la escuela como para seguir con más dictados. El 1° de julio viajó a Saanen Suiza, para la reunión internacional de todos los años. El 15 de agosto regresó a Brockwood para una reunión que debía realizarse ahí, y el 22 de octubre voló a Delhi. No regresó a Ojai hasta el 22 de febrero de 1984. Desafortunadamente, sólo dictó tres días más.

sábado, 29 de abril de 2023

El Último Diario - Lunes, 30 de mayo, 1983

 Lunes, 30 de mayo, 1983 Brockwood Park[8], Hampshire

Ha estado lloviendo aquí todos los días por más de un mes. Cuando uno viene de un clima como el de California, donde las lluvias cesaron hace más de un mes, donde los campos verdes están secándose y volviéndose pardos bajo un sol muy ardiente -hacía más de 90 °F y el calor sería aun mayor, aunque dicen que éste va a ser un verano benigno-, cuando uno viene de ese clima, se sorprende y asombra de ver la hierba verde, los maravillosos árboles verdes y las hayas cobrizas, que de un color castaño difuso y claro, se vuelven gradualmente más y más oscuras. Es un deleite verlas en medio de los árboles verdes. A medida que avance el verano, van a oscurecerse mucho más. Y esta tierra es muy bella. La tierra es siempre bella, ya sea un desierto o esté llena de huertos y praderas verdes, resplandecientes. Salir a dar un paseo por los campos con el ganado y los jóvenes corderos, y pasear por los bosques con el canto de los pájaros, sin un solo pensamiento en la mente... Sólo observar la tierra, los árboles, las ovejas, y escuchar el llamado del cuclillo y el canto de las palomas torcazas; pasear sin emoción alguna, sin ningún sentimiento, observar los árboles y toda la tierra... Cuando uno observa así, aprende acerca del propio pensar, está atento a las propias reacciones y no permite que escape un solo pensamiento sin haber comprendido cómo surgió, cuál fue su causa. Si uno está alerta, sin dejar pasar jamás un pensamiento, entonces el cerebro se queda muy quieto. Entonces uno observa en gran silencio, y ese silencio tiene una profundidad inmensa, una perdurable e incorruptible belleza. El muchacho era diestro en los juegos, realmente muy bueno. También era bueno en sus estudios; era serio. Vino, pues, a ver a su maestro y le dijo: «Señor, ¿podría conversar con usted?» El educador contestó: «Sí, podemos conversar; salgamos a dar un paseo». De modo que sostuvieron un diálogo. Fue una conversación entre el educador y el educando, una conversación en la que había cierto respeto por ambas partes, y como el educador también era serio, la conversación fue agradable, amistosa, ya que ambos habían olvidado que eran un maestro con un estudiante; olvidaron el rango, la importancia de uno que sabe, la autoridad, frente al otro que tiene curiosidad por saber. «Señor, me pregunto si usted sabe acerca de todo esto, por qué estoy adquiriendo una educación, qué parte jugará ella cuando yo crezca, cuál es mi papel en este mundo, por qué tengo que estudiar, por qué debo casarme y cuál será mi futuro. Desde luego, me doy cuenta de que tengo que estudiar y aprobar alguna clase de exámenes, y espero ser capaz de aprobarlos. Viviré probablemente una cantidad de años, tal vez cincuenta, sesenta o más, y en todos esos años futuros, ¿cuál será mi vida y la vida de quienes me rodean? ¿Qué voy a ser, y cuál es el sentido de estas largas horas que paso sobre los libros y escuchando a los maestros? Podría haber una guerra devastadora en la que todos podríamos morir. Si la muerte es todo lo que hay por delante, ¿cuál es, entonces, el sentido de toda esta educación? Por favor, formulo estas preguntas muy seriamente, porque he escuchado a los otros maestros y también a usted señalar muchas de estas cosas». «Me gustaría tomar una pregunta a la vez. Usted ha formulado muchas preguntas, me ha planteado diversos problemas, de modo que primero consideremos la pregunta más importante: ¿Cuál es el futuro de la humanidad y de usted mismo? Como sabe, sus padres están muy bien acomodados y quieren ayudarle de todas las maneras posibles. Si usted se casara, ellos tal vez podrían regalarle una casa, comprarle una casa con todas las cosas que se necesitan en ella, y usted podría tener una esposa atractiva -podría. ¿Qué es, entonces, lo que usted va a ser? ¿La habitual persona mediocre? ¿Conseguirá un empleo, echará raíces con todos los problemas que hay alrededor y dentro de usted -es ése su futuro? Por supuesto que puede venir una guerra, pero podría no ocurrir -esperemos que no ocurra. Esperemos que el hombre pueda llegar a comprender que las guerras, de cualquier clase que sean, jamás resolverán ningún problema humano. Los hombres podrán progresar, podrán inventar aviones mejores, etcétera, pero las guerras jamás han resuelto los problemas humanos ni los resolverán jamás. Olvidemos, pues, por el momento, que todos nosotros podríamos ser destruidos a causa de la locura de los superpoderes, de la locura de los terroristas, o la de algún demagogo de algún país que desea destruir a sus enemigos inventados. Olvidemos todo eso por el momento. Consideremos cuál es su futuro, sabiendo que forma usted parte del mundo. ¿Cuál es su futuro? Como se lo pregunté: ¿consiste su futuro en ser una persona mediocre? La mediocridad implica escalar a medio camino la colina, a medio camino cualquier cosa, sin alcanzar jamás la cima misma de la montaña, sin exigirse jamás la totalidad de la energía, de la capacidad, de la excelencia. »Desde luego, debe usted comprender también que existirán todas las presiones externas -presiones para que haga esto o aquello, todas las diversas presiones y la propaganda de las estrechas y sectarias religiones. La propaganda jamás puede revelar la verdad; la verdad jamás puede ser propagada. Espero, pues, que advierta la presión que se ejerce sobre usted -la presión de sus padres, de su sociedad, de la tradición de ser un científico, un filósofo, un físico, un hombre que emprende la investigación en cualquier campo; o de ser un hombre de negocios. Comprendiendo todo esto, cosa que usted debe hacer a su edad, ¿qué camino va a seguir? Hemos estado hablando, desde muchos puntos de vista, de todas estas cosas, y probablemente -si puede uno señalarlo- usted ha prestado atención a todo esto. De modo que, como por algún tiempo hemos de recorrer juntos la colina y regresar, le pregunto, no como maestro sino con afecto, como un amigo que se interesa genuinamente en usted: ¿Cuál es su futuro? Aun si ha decidido ya aprobar algunos exámenes y tener una carrera, una buena profesión, igualmente tiene que preguntarse: ¿Es eso todo? Aun cuando tenga realmente una buena profesión, y quizás una vida bastante placentera, tendrá muchísimos contratiempos y problemas. Si forma una familia, ¿cuál será el futuro de sus hijos? Ésta es una pregunta que usted mismo tiene que contestarse, y tal vez podamos conversar al respecto. Tiene usted que considerar el futuro de sus hijos, no sólo su propio futuro, y tiene que considerar el futuro de la humanidad, olvidando que es usted alemán, francés, inglés o indio. Discutámoslo, pero, por favor, dése cuenta de que yo no le estoy diciendo lo que debe hacer. Solamente los tontos aconsejan, de modo que no entro en esa categoría; sólo estoy formulándole preguntas de manera amistosa, lo cual espero que comprenda; no estoy presionándolo, dirigiéndolo o persuadiéndolo. ¿Cuál es su futuro? ¿Madurará usted rápidamente o lentamente, lo hará con gracia, con sensibilidad? ¿Será usted un mediocre, aun cuando pueda ser de primera clase en su profesión? Podrá sobresalir, podrá ser muy, muy bueno en cualquier cosa que haga, pero yo estoy hablando de la mediocridad de mente y corazón, mediocridad de todo el ser». «Señor, realmente no sé cómo responder a estas preguntas. No he reflexionado lo suficiente al respecto, pero cuando usted formula esta pregunta -si he de volverme igual al resto del mundo, mediocre- ciertamente no quiero ser así. También me doy cuenta de la atracción que ejerce el mundo. Y veo la parte que en mí desea todo eso. Quiero tener alguna diversión, pasar algunos ratos agradables, pero la otra parte de mí ve también el peligro de todo eso, las dificultades, los impulsos, las tentaciones. Por lo tanto, no sé dónde voy a terminar. Y también, tal como usted lo ha señalado en diversas oportunidades, no conozco por mí mismo lo que soy. Una cosa está clara: realmente no quiero ser una persona mediocre con una mente y un corazón pequeños, aunque pueda tener un cerebro extraordinariamente ingenioso. Puedo estudiar en libros y adquirir una gran cantidad de conocimientos, pero puedo seguir siendo una persona muy limitada y estrecha. Señor, ‘mediocridad’ es una palabra muy buena que usted ha usado, y cuando la considero siento que me asusto -no de la palabra, sino de todas las implicaciones que tiene lo que usted ha expuesto. Yo realmente no sé qué responder, y tal vez discutiéndolo con usted las cosas puedan aclararse. No puedo hablar tan fácilmente con mis padres. Ellos probablemente han tenido los mismos problemas que yo tengo; pueden ser más maduros físicamente, pero tal vez estén en la misma situación que yo. ¿Puedo, pues, preguntarle, señor, si está dispuesto a que venga a verle en otra ocasión para conversar con usted? Realmente, me siento bastante asustado, nervioso y aprensivo con respecto a mi capacidad de afrontar todo esto, de pasar por ello sin volverme una persona mediocre». Era una de esas mañanas que nunca ha sido antes; el prado cercano, la hayas inmóviles y el sendero que penetra en lo más profundo del bosque, todo era silencio. No se escuchaba un solo gorjeo de pájaros, y las casas próximas permanecían inactivas. Una mañana como ésta, fresca, suave, es una cosa rara. Hay paz en esta parte de la tierra, y todo estaba muy tranquilo. Existía ese sentimiento, esa sensación de absoluto silencio. No era sentimentalismo romántico ni imaginación poética. Era sencillamente así. Las hayas cobrizas lucían esta mañana plenas de esplendor contra los campos verdes que se extendían en la distancia, y una nube saturada de esa luz matinal flotaba perezosamente en el cielo. El sol estaba asomando, había una gran paz y un sentido de adoración. No la adoración de algún dios o de alguna deidad imaginaria, sino ese sentido de reverencia que nace de la inmensa belleza. Esta mañana uno podía desprenderse de todas las cosas que ha reunido, y estar en silencio con los bosques y los árboles y el prado. El cielo era de un azul pálido y suave, y muy lejos, al otro lado de los campos, se escuchaba el llamado de un cuclillo las palomas en el bosque se arrullaban y los mirlos iniciaban su canto matinal. En la distancia podía oírse el paso de un automóvil. Cuando los cielos están tan quietos y hay tanta belleza, es probable que más tarde llueva. Siempre sucede así cuando la mañana amanece muy clara. Pero en esta mañana todo era muy especial, algo que nunca ha sido antes y nunca podrá volver a ser. «Me alegra que haya usted venido espontáneamente, sin ser invitado, y si está dispuesto tal vez podamos continuar con nuestra conversación acerca de la mediocridad y de su vida futura. Podemos ser excelentes en nuestra profesión; no estamos afirmando que hay mediocridad en todas las profesiones; un buen carpintero puede no ser mediocre en su trabajo, pero en su cotidiana vida interna, en la vida con su familia, puede serlo. Ambos entendemos ahora el significado de esa palabra y debemos investigar juntos su profundidad. Hablamos de la mediocridad interna, de los conflictos, problemas y afanes psicológicos. Puede haber grandes científicos que, no obstante, viven internamente una vida mediocre. ¿Qué va a ser, pues, de su vida? En ciertos aspectos es usted un estudiante capaz, pero, ¿para qué usará su cerebro? No hablamos de su profesión, eso vendrá más tarde; lo que debe interesarnos es el modo en que va usted a vivir. Desde luego que no va a ser un criminal en el sentido corriente de esa palabra. Si es sensato, no será un pendenciero, son demasiado agresivos. Probablemente obtendrá un buen empleo y hará un trabajo excelente en cualquier cosa que decida hacer. Dejemos, pues, de lado todo eso por el momento; pero internamente, ¿cuál es su vida? ¿Cuál es, internamente, su futuro? ¿Va a ser como el resto del mundo, siempre a la caza del placer, siempre perturbado por docenas de problemas psicológicos?» «Actualmente, señor, no tengo problemas, excepto los problemas de aprobar los exámenes y la fatiga que implica todo eso. En otro respecto, no parece que tenga problemas. Hay cierta libertad. Me siento joven, dichoso. Cuando veo todas esas personas de edad, me pregunto si es que voy a terminar así. Parecen haber tenido buenas profesiones o haber hecho algo que deseaban hacer, pero a pesar de eso se vuelven tristes, apagadas, y no parecen haber sobresalido jamás en las profundas cualidades del cerebro. Ciertamente, no quiero ser como ellas. No es vanidad, pero deseo tener algo diferente. No se trata de una ambición. Quiero tener una buena profesión y toda esas cosas, pero es indudable que no deseo ser como esas personas mayores que parecen haber perdido todo lo que les gustaba». «Usted puede no querer ser como ellas, pero la vida es una cosa muy exigente y cruel. No lo dejará en paz. Usted soportará una gran presión de la sociedad, ya sea que viva aquí o en América o en cualquier otra parte del mundo. Se le incitará constantemente a volverse igual que los demás, a volverse medio hipócrita, a decir cosas que no tiene realmente la intención de decir, y si llegara a casarse, eso también puede suscitar problemas. Usted tiene que comprender que la vida es un asunto muy complejo -no consiste en perseguir aquello que desea hacer y obstinarse en eso. Estos jóvenes desean llegar a ser algo en la vida -abogados, ingenieros, políticos, etcétera; está el instinto, el impulso de la ambición de poder, de dinero. Esas personas viejas de las que usted habla han pasado por todo eso. Están desgastadas por el constante conflicto, por sus deseos. Mírelas, observe la gente que le rodea. Están todos en la misma barca. Algunos abandonan la barca y vagan incesantemente hasta morir. Algunos buscan un rincón apacible de la tierra y se retiran; otros se unen a un monasterio, se convierten en alguno de los distintos tipos de monjes y toman votos extremos. La inmensa mayoría, millones y millones, llevan una vida muy trivial, su horizonte es muy limitado. Tienen sus sufrimientos, sus alegrías, y jamás parecen salirse de eso o comprenderlo e ir más allá. De modo que nuevamente nos preguntamos el uno al otro: ¿Cuál es nuestro futuro? Y específicamente: ¿Cuál es su futuro? Desde luego que es usted demasiado joven para investigar esta cuestión muy profundamente porque la juventud no tiene nada que ver con la total comprensión de este problema. Puede que sea usted un agnóstico; los jóvenes no creen en nada, pero a medida que van envejeciendo se vuelven hacia alguna forma de superstición religiosa, convicción religiosa o dogma religioso. La religión no es un narcótico, pero el hombre ha hecho la religión a su propia imagen, obcecado por la búsqueda de consuelo y, por tanto, de seguridad. Ha convertido la religión en algo totalmente falto de inteligencia e irrealizable, no en algo con lo que uno pueda vivir. ¿Qué edad tiene usted?» «Voy a cumplir diecinueve años, señor. Mi abuela me ha dejado algo para cuando cumpla los veintiuno, y tal vez antes ingrese en la universidad y pueda viajar y ver algunas cosas. Pero dondequiera que esté y cualquiera que sea mi futuro, siempre llevaré conmigo este interrogante. Tal vez me case, probablemente lo haga, y tenga hijos, y entonces surgirá la gran pregunta: ¿Cuál es el futuro de ellos? De algún modo me doy cuenta de lo que los políticos están haciendo en todo el mundo. Por lo que a mí me toca, es un feo asunto; en consecuencia, creo que no seré un político. De eso estoy muy seguro, pero deseo tener una buena situación. Me gustaría trabajar con mis manos y mi cerebro, pero el problema será cómo no convertirme en una persona mediocre como lo son el noventa por ciento en el mundo. Por lo tanto, señor, ¿qué he de hacer? Oh, sí, sé de las iglesias, de los templos y todo eso; no me atraen. Más bien me rebelo contra todo eso -los sacerdotes y la jerarquía de la autoridad, pero, ¿cómo voy a evitar convertirme yo mismo en una persona común, ordinaria y mediocre?» «Si es que puedo sugerirlo, jamás, bajo ninguna circunstancia pregunte ‘cómo’. Cuando usa la palabra ‘cómo’, lo que desea realmente es que alguien le diga qué debe hacer, quiere alguna guía, algún sistema, alguien que lo lleve de la mano; y así pierde usted su libertad, su capacidad de observar sus propias actividades, sus propios pensamientos, su propio estilo de vida. Cuando pregunta ‘cómo’, se convierte de hecho en un ser de segunda mano; pierde su integridad y también la innata honestidad para observarse a sí mismo, para ser lo que es e ir más allá de lo que es. Nunca, nunca pregunte ‘cómo’. Estamos hablando psicológicamente, desde luego. Uno tiene que preguntar ‘cómo’ cuando quiere armar un motor o construir una computadora; tiene que aprender algo de otra persona. Pero uno sólo puede ser psicológicamente libre y original si está atento a sus propias actividades internas, si vigila lo que está pensando y no permite jamás que un solo pensamiento se escape sin haber observado la naturaleza, el origen de ese pensamiento. Observar, vigilar. Uno aprende mucho más de sí mismo mediante la atenta observación que a través de los libros, o de algún psicólogo, o de algún hombre de letras o profesor erudito, ingenioso y complicado. »Su vida va a ser muy difícil, mi amigo, y podrá desgarrarlo en numerosas direcciones. Hay una gran cantidad de lo que llaman tentaciones - biológicas, sociales - y usted puede ser destrozado por esta cruel sociedad. Por supuesto, tendrá que permanecer solo, pero eso puede ocurrir únicamente sin esfuerzo, sin determinación ni deseo, sino cuando comience a ver las cosas falsas que hay alrededor y dentro de usted: las emociones, las esperanzas. Cuando uno empieza a reconocer lo que es falso, entonces ése es el comienzo de la percepción alerta, de la inteligencia. Tiene usted que ser una luz para sí mismo, y ésta es una de las cosas más difíciles que hay en la vida». «Señor, ha hecho usted que todo esto parezca muy difícil, muy complejo, muy pavoroso, alarmante». «Sólo estoy señalándole todo esto. Eso no quiere decir que los hechos tengan necesariamente que atemorizarlo. Los hechos están ahí para ser observados. Si usted los observa, ellos jamás lo asustarán. Los hechos no son alarmantes. Pero si uno quiere eludirlos, volverles la espalda y correr, entonces eso sí es alarmante. Permanecer ahí, ver que lo que uno ha hecho puede no haber sido totalmente correcto, vivir con el hecho sin interpretarlo conforme al propio placer o a la propia forma de reaccionar, eso no es alarmante. La vida no es muy simple. Uno puede vivir sencillamente, pero la vida misma es vasta, compleja. Se extiende de horizonte a horizonte. Usted podrá vivir con pocas ropas o con una comida al día, pero eso no es sencillez. Sea, pues, sencillo, no viva de un modo complicado, contradictorio, etcétera, sólo sea sencillo internamente... Usted jugó al tenis esta mañana. Estuve observándolo y parecía ser muy bueno en eso. Tal vez volvamos a encontrarnos. De usted depende». «Gracias, señor».

 [8] Desde el 14 al 22 de mayo, hubo en Ojai una reunión durante la cual Krishnamurti ofreció cuatro pláticas y sostuvo sesiones de preguntas y respuestas. El 27 de mayo voló a Inglaterra y se alojó en su escuela de Brockwood Park. 

viernes, 28 de abril de 2023

El Último Diario , Jueves 12 de mayo, 1983

 Jueves, 12 de mayo[7], 1983 

Es el amanecer en estas latitudes del norte. Aquí el amanecer empieza muy temprano y dura mucho tiempo. Es una de las cosas más bellas de la tierra, el comienzo de un amanecer y el nacimiento del día. Después de una noche tormentosa, con los árboles casi derribados, las hojas sacudidas y rotas las ramas secas, los prolongados vientos han limpiado y secado el aire. El amanecer había avanzado tímidamente sobre la tierra y tenía en esta mañana una cualidad extraordinaria, especialmente en esta mañana -probablemente debido a los vientos de ayer. Pero este amanecer de este día particular, era algo más que los amaneceres de otros días. Había una quietud absoluta. Uno apenas si se atrevía a respirar por temor a perturbar alguna cosa. Las hojas estaban inmóviles, aun las más tiernas. Era como si toda la tierra estuviera conteniendo el aliento, probablemente en inmensa adoración. Y lentamente el sol tocó la cima de las montañas con reflejos anaranjados y amarillos, y había manchas de luz en otros cerros. Y todavía reinaba un gran silencio. Luego comenzaron los ruidos -el canto de los pájaros, el halcón de cola roja revoloteando en el cielo, y la paloma torcaza que iniciaba su canto matinal- pero el silencio del amanecer estaba en la mañana, en toda la tierra. Si se desciende por el cerro, muy alto al otro lado del valle, pasando por naranjales y algunos prados verdes, por altos y esbeltos eucaliptos, se llega a un cerro en el que hay muchos edificios. Es un instituto de alguna cosa, y al otro lado del valle hay un largo campo de golf, bellamente cuidado; hemos jugado en él hace mucho tiempo. Uno ha olvidado el campo, las hoyas de arena, pero ahí está todo, muy cuidadosamente conservado. Se ven muchas personas jugando en el campo, llevando consigo pesadas bolsas. En los viejos tiempos uno tenía una bolsa de sólo seis palos, pero ahora contienen como una docena. Este juego se está volviendo demasiado profesional, demasiado costoso. Al pasar a otro cerro, uno encuentra también ahí instituciones, fundaciones, organizaciones de casi toda clase. Por todo el mundo hay docenas de instituciones, foros, grupos de orientación interna y externa. En todas partes a donde uno va en el llamado mundo libre, existen toda clase de instituciones, organizaciones, foros para hacer esto o aquello, para traer paz al hombre, para preservar los bosques, para salvar numerosos animales, etcétera. Confunde bastante y es ahora muy común, la existencia de grupos de esto y grupos de aquello, cada grupo con sus propios líderes, sus propios presidentes y secretarios, el hombre que los fundó y los otros que lo siguieron. Es una cosa muy extraordinaria la existencia de todas estas pequeñas organizaciones e instituciones. Y lentamente comienzan a deteriorarse; tal vez esto sea inherente a todas las instituciones, incluyendo las instituciones que ayudan al hombre externamente, como las instituciones para un mayor conocimiento. Probablemente sean necesarias, pero uno más bien se sorprende de que también existan estos diversos grupos para la dirección interna que practican diferentes clases de meditación. Son bastante curiosas esas dos palabras ‘dirección interna’ -¿quién es el director y qué es la dirección? ¿Es el director diferente de la dirección? Al parecer, jamás nos formulamos esta clase de preguntas fundamentales. Hay organizaciones para ayudar al hombre en el mundo físico, y están controladas por hombres que en sí mismos tienen sus problemas y sus ambiciones y sus logros personales, hombres que cultivan el éxito; pero eso parece ser casi inevitable, y esa clase de cosas ha estado ocurriendo por miles y miles de años. Pero, ¿hay instituciones para estudiar verdaderamente al hombre o para traer verdadera paz al hombre? ¿Ayudan realmente al hombre los diversos sistemas basados en alguna conclusión? Aparentemente, todos los organizadores del mundo sienten lo que hacen, pero, ¿han ayudado verdaderamente al hombre a librarse de su dolor, de su angustia, de su ansiedad y de todo el tormento de la existencia? ¿Puede un agente externo, por exaltado que sea, por bien afirmado que se encuentre en alguna ideacional tradición mística, puede en modo alguno cambiar al hombre? ¿Qué es lo que producirá fundamentalmente un cambio radical en la brutalidad del hombre, y terminará con las guerras por las que ha pasado y con el constante conflicto en que vive? ¿Le ayudará el conocimiento? El hombre ha evolucionado a través del conocimiento -si es que gustamos de usar esa palabra ‘evolución’. Desde la antigüedad ha reunido grandes cantidades de información, de conocimientos acerca del mundo que lo rodea y del mundo de arriba; de la carreta de bueyes al jet, del jet al viaje a la luna, etcétera. En todo esto hay un avance tremendo. Pero este conocimiento, ¿ha terminado de algún modo con el egoísmo del hombre, con su agresiva y competidora imprudencia? El conocimiento, después de todo, es para tomar conciencia y para saber acerca de todas las cosas del mundo -cómo fue creado el mundo, las realizaciones del hombre desde el principio hasta nuestros días. Todos, algunos más, algunos menos, estamos bien informados, pero internamente somos muy primitivos, casi bárbaros, por muy cultivados que podamos estar exteriormente, por bien informados que estemos acerca de muchas, muchas cosas, por capaces que seamos de argumentar, de convencer, de llegar a ciertas decisiones y conclusiones. En lo externo, esto puede proseguir perpetuamente. Hay docenas y docenas de especialistas de toda clase, pero uno se pregunta seriamente: ¿Puede cualquier clase de agente externo ayudar al hombre a terminar con su aflicción, con su completa soledad, su confusión, su ansiedad, etcétera? ¿O debe el hombre vivir siempre con eso, soportarlo, acostumbrarse a ello y decir que eso forma parte de la vida? En todo el mundo, la inmensa mayoría de la humanidad tolera eso, lo acepta. O tiene instituciones para rezarle a algo externo -rezar por la paz, realizar manifestaciones por la paz. Pero no hay paz en el corazón del hombre. ¿Qué cambiará al hombre? Ha sufrido interminablemente, atrapado en la red del temor, persiguiendo siempre el placer. Éste ha sido el curso de su vida, y nada parece cambiarlo. Y uno se pregunta: en lugar de mostrarse cínico con respecto a todo, o de amargarse o de enojarse -«así son las cosas, la vida es así»- ¿cómo puede el hombre cambiar todo eso? Ciertamente, no por medio de un agente externo. El hombre ha de enfrentarse a eso, no eludirlo, y examinarlo sin pedir ninguna ayuda externa; él es el maestro de sí mismo. Él ha hecho esta sociedad, él es el responsable de ella, y esta misma responsabilidad exige que produzca un cambio en sí mismo. Pero son muy pocos los que prestan atención a todo esto. Para la inmensa masa de personas, el modo en que piensan es por completo indiferente, irresponsable; buscan realizarse en sus propias vidas egoístas, sublimando a veces sus deseos, pero siguen siendo egoístas. Considerar todo esto no implica ser pesimista o tratar de ser optimista. Uno tiene que considerarlo. Y cada uno de nosotros es el único que puede cambiarse a sí mismo y a la sociedad en que vive. Ese es un hecho, y no podemos escapar de él. Si escapamos de él, entonces jamás tendremos paz en esta tierra, jamás habrá un sentido de felicidad duradera, un sentido de bienaventuranza. El amanecer ha llegado a su fin y se ha iniciado un nuevo día. Es realmente un día nuevo, una nueva mañana. Y cuando uno mira alrededor, se maravilla de la belleza de la tierra, de los árboles, de la riqueza que hay en todo ello. Es realmente un nuevo día, y el prodigio que ello implica existe, está ahí. [7] 88 cumpleaños de Krishnamurti.

jueves, 27 de abril de 2023

El Último Diario - Lunes, 9 de mayo, 1983

 Lunes, 9 de mayo, 1983 

Uno se encontraba ya a bastante altura, mirando hacia abajo en lo profundo del valle; si se sube una milla o más siguiendo hacia arriba por el sinuoso sendero, se pasa por todo tipo de vegetación -robles perennes, artemisas, zumaques venenosos- y al dejar atrás un torrente que siempre está seco en verano, se puede divisar muy lejos en la distancia el mar azul, al otro lado de cadenas tras cadenas de montañas. Aquí arriba todo está absolutamente quieto, tan quieto que no hay un soplo de aire. Uno mira hacia abajo y las montañas lo miran a uno desde arriba. Se puede seguir escalando la montaña por muchas horas, descendiendo a otro valle para volver a subir. Uno lo ha hecho algunas veces antes, y en dos oportunidades alcanzó la cima misma de esas montañas rocosas. Al otro lado de éstas, hacia el norte, hay una vasta llanura desértica. Allá abajo hace muchísimo calor, mientras que aquí se está más bien fresco; uno tiene que ponerse algo encima a pesar del sol ardiente. Y al llegar abajo, mientras uno contempla los diversos árboles, las plantas y los pequeños insectos, de pronto escucha el tableteo de una serpiente de cascabel. Y pega un salto, afortunadamente lejos de la serpiente. Uno está a unos diez pies de ella, que continúa con su tableteo. Nos miramos, vigilantes, el uno al otro. Las serpientes carecen de párpados. Ésta no es muy larga, pero bastante gruesa, tan gruesa como el brazo de un hombre. Uno conserva su distancia y la observa cuidadosamente, observa su diseño, su cabeza triangular y su negra lengua que oscila hacia adentro y hacia afuera. Nos observamos mutuamente. Ella no se mueve y uno tampoco se mueve. Pero de pronto, con la cabeza y la cola dirigidas hacia uno, la serpiente se escurre hacia atrás y uno da un paso hacia adelante. Otra vez se enrosca sobre sí misma y se oye su cascabeleo mientras ambos nos vigilamos el uno al otro. Y nuevamente, con la cabeza y la cola vueltas hacia adelante, ella comienza a retroceder, y uno nuevamente avanza; y otra vez se enrosca y empieza con sus cascabeleos. Hacemos esto por varios minutos, quizá diez minutos o más; después ella se cansa. Se la ve inmóvil, aguardando, pero cuando uno se acerca, ya no emite ningún ruido. Por el momento, ha perdido su energía. Uno se encuentra muy próximo. A diferencia de la cobra, que se endereza para morder, esta serpiente ataca abalanzándose hacia adelante. Pero ahí no se veía movimiento alguno. Estaba demasiado exhausta, de modo que uno la dejó, puesto que se trataba realmente de una criatura muy venenosa, muy peligrosa. Uno podría quizás haberla tocado, pero aunque no tuvo miedo, se hallaba poco dispuesto a tocarla. Sentía que era preferible no hacerlo y la dejó tranquila. Al descender un poco más, uno casi pisa a una codorniz rodeada de una docena o más de crías. Éstas se desparraman entre los arbustos cercanos, y la madre también desaparece en un arbusto y todas se llaman entre sí. Uno baja un poco y, si tiene la paciencia de esperar, pronto vera reunirse a todas las crías bajo el ala de la madre. Se está fresco ahí arriba, y las aves aguardan a que el sol caliente el aire y la tierra. Cuando uno desciende más aún al otro lado del pequeño torrente, pasa por un prado que está perdiendo casi todo su verdor, y entonces regresa a la casa, bastante exhausto pero vivificado por el paseo y por el sol matinal. Y ahí están los naranjos con sus brillantes frutos amarillos, los rosales y los laureles, así como los altos eucaliptos. En la casa todo se halla muy tranquilo. Era una mañana agradable, llena de actividades extrañas desarrollándose en la tierra. Todas esas pequeñas criaturas vivas, corriendo de un lado a otro en busca del sustento matutino -la ardilla, la tuza. Comen las tiernas raíces de las plantas y son bastante destructivas. Un perro puede matarlas rápidamente de un mordisco. Todo está muy seco, las lluvias han pasado y se han ido para volver quizá dentro de cuatro meses o más. Abajo, el valle todavía se ve resplandeciente. Es extraño el silencio meditativo que cubre toda la tierra. A pesar del ruido de las ciudades y del tráfico, hay algo sagrado que es casi palpable. Si uno está en armonía con la naturaleza, con todas las cosas que nos rodean, entonces está en armonía con todos los seres humanos. Si uno ha perdido su relación con la naturaleza, perderá inevitablemente su relación con los seres humanos. Todo un grupo de nosotros, sentado a la mesa cuando terminó la comida, dio comienzo a una conversación muy seria, tal como ha ocurrido en algunas ocasiones anteriores. Discutimos el significado de las palabras, su influencia, su contenido, no meramente el significado superficial, sino la profundidad de la palabra, su cualidad, el sentido que transmite. Por supuesto, la palabra nunca es la cosa real. La descripción, la explicación, no es lo descrito, ni es la cosa acerca de la cual hay una explicación. La palabra, la frase, la explicación no son la realidad. Pero la palabra se usa para comunicar lo que uno piensa, lo que uno siente; y la palabra, aunque no se comunique a otro, conserva el sentimiento dentro de uno mismo. Lo factual jamás condiciona el cerebro, pero la teoría, la conclusión, la descripción, la abstracción sí que lo condicionan. La mesa jamás condiciona el cerebro, pero dios lo hace, ya se trate del dios de los hindúes, el de los cristianos o el de los musulmanes. El concepto, la imagen, condicionan el cerebro; no así lo que realmente sucede, lo que realmente tiene lugar. Para el cristiano, las palabras Jesús o Cristo tienen una gran significación, un gran sentido; evocan un sentimiento profundo, una sensación. Esas palabras no tienen sentido para el hindú, el budista o el musulmán. Esas palabras no son lo real. De modo que esas palabras, usadas durante dos mil años, han condicionado el cerebro. El hindú tiene sus propios dioses, sus propias divinidades. Esas divinidades, como las de los cristianos, son las proyecciones del pensamiento, nacen del temor, de la búsqueda de placer, etcétera. Parece que, de hecho, el lenguaje no condiciona el cerebro; lo que lo hace es la teoría del lenguaje, la abstracción de un cierto sentimiento y la abstracción que toma la forma de una idea, de un símbolo, de una persona -no la persona real sino la persona imaginada, o la persona anhelada, o la que proyecta el pensamiento. Todas esas abstracciones, esas ideas y conclusiones, por fuertes que sean, condicionan el cerebro. Pero lo real, lo factual -como la mesa- jamás lo hace. Tomemos una palabra como ‘sufrimiento’. Esa palabra tiene para el hindú un significado diferente del que tiene para el cristiano. Pero el sufrimiento, cualquiera que sea la forma en que se describa mediante las palabras, es compartido por todos nosotros. El sufrimiento es el hecho, lo real. Pero cuando tratamos de escapar del hecho mediante alguna teoría, o por medio de alguna persona que idealizamos, o de algún símbolo, esas formas de escape moldean el cerebro. El sufrimiento como un hecho, no lo hace, y esto es importante que se comprenda. Igual que la palabra ‘apego’; hay que ver la palabra, asirla como si la tuviéramos en la mano y observarla, sentir su profundidad, todo su contenido, sus consecuencias, ver el hecho de que estamos apegados a algo -el hecho, no la palabra; ese sentimiento en sí no moldea el cerebro, no lo introduce en un patrón, pero si uno se aparta de él, esto es, cuando el pensamiento se aparta del hecho, ese mismo movimiento de apartarse, el movimiento de escape, no sólo es un factor de tiempo psicológico, sino que con él comienza la acción de moldear el cerebro dentro de un patrón determinado. Para el budista, la palabra Buda, la sensación, la imagen, crean una gran reverencia, un gran sentimiento de devoción; él busca refugio en la imagen que ha creado el pensamiento. Y como el pensamiento es limitado, porque todo conocimiento es siempre limitado, esa imagen misma genera conflicto -el sentimiento de reverencia a una persona, o a un símbolo, o a cierta tradición largamente establecida -pero el sentimiento de reverencia en sí, divorciado de todas las imágenes externas, de los símbolos, etcétera, no es un factor que condicione el cerebro. Sentado ahí, en la silla siguiente, estaba un cristiano transformado. Y cuando al otro lado de la mesa alguien mencionó a Cristo, uno pudo sentir inmediatamente la restrictiva y reverencial reserva. Esa palabra había condicionado el cerebro. Es algo muy extraordinario observar todo este fenómeno de comunicación con las palabras; cada raza da una significación y un sentido diferentes a la palabra ‘sufrimiento’; y así se crea una división, una limitación al sentimiento de que la humanidad sufre. El sufrimiento de la humanidad es común a todos, lo comparten todos los seres humanos. El ruso puede expresarlo de un modo, el hindú, el cristiano, etcétera, de un modo diferente, pero el hecho del sufrimiento, el sentimiento factual de dolor, de pena, de soledad, ese sentimiento en sí jamás moldea o condiciona el cerebro. De modo que uno se vuelve muy atento a las sutilezas de la palabra, a su significado, a su influencia. La percepción universal, global de todos los seres humanos y de su mutua relación, sólo puede surgir cuando palabras tales como ‘nación’, ‘tribu’, ‘religión’, etc., han desaparecido. O bien la palabra tiene profundidad, significación, o no las tiene en absoluto. Para la mayoría de nosotros las palabras tienen muy poca profundidad, han perdido su significación. Un río no es un río particular. Los ríos de América, de Inglaterra, de Europa o de la India, son todos ríos, pero en el momento en que hay identificación a través de la palabra, existe la división. Y esta división es una abstracción del río, de la calidad y profundidad de sus aguas, del volumen, del caudal y la belleza del río.

miércoles, 26 de abril de 2023

El Último Diario - Viernes, 6 de mayo, 1983

 Viernes, 6 de mayo, 1983

Era una mañana agradable, nublada, el aire estaba ligeramente fresco y los cerros cubiertos por las nubes permanecían silenciosos. Se sentía el perfume de los naranjos en flor, no muy intenso, pero ahí estaba. Es un aroma peculiar, penetrante, y se introducía en la habitación. Y todas las flores se aprestaban esta mañana para la salida del sol. Las nubes se alejarían pronto y después el sol brillaría en toda su intensidad. El automóvil atravesaba la pequeña población, pasando por muchos modestos caseríos, por torres de perforación, tanques petroleros, y por toda la actividad que se desarrolla alrededor de estos campos de petróleo; y finalmente llegamos al mar. Luego pasamos otra vez por una gran ciudad, aunque no demasiado grande; atravesamos los numerosos huertos de limoneros y naranjos, y nos encontramos, no con algunos sembrados de fresas, no con pequeños plantíos de coles, sino con acres, millas y millas de ellos -fresas, apio, espinaca, lechuga y otros vegetales- millas de tierra rica, llana, situada entre los cerros y el mar. Aquí todo se hace a gran escala, casi demasiado extravagante -millas de limones y naranjas, de nueces, etcétera. Es un país rico, bello. Y los cerros se mostraban muy amistosos esa mañana. Finalmente llegamos al azul Pacífico. Esta mañana el mar era como un estanque, tan inmóvil, tan extraordinariamente quieto y bañado por la luz matinal. Uno debería realmente meditar en esa luz, no en la luz directa del sol sino en el reflejo del sol sobre las rutilantes aguas. Pero el mar no siempre es así; hace un mes o dos se revolvía con furia golpeando violentamente contra el muelle, destruyendo las casas que hay alrededor de la bahía y provocando desastres incluso en la carretera que corre a lo largo del mar. Ahora estaban reparando el muelle averiado, utilizando toda la madera arrastrada a la playa por el mar en grandes cantidades. No obstante, hoy podía uno acariciarlo como a un animal domado, podía sentir la profundidad y la amplitud y la belleza de este vasto mar tan azul. Más cerca de la playa predominaba el color verde nilo; era algo sumamente agradable ir por la carretera junto al mar y respirar el aire salado, contemplar los cerros, la ondulante hierba y la vasta extensión de las aguas. Todo esto desapareció en la enorme y fea ciudad, la cual se había extendido por millas y millas y millas. No era una ciudad muy agradable, pero la gente vivía allí y parecía gustar de ella. Sentado en la playa, uno observa el mar, las olas que vienen y van. La séptima ola parece ser la más grande, cuando truena al precipitarse hacia tierra. Hay muy poca marea en el Pacífico -al menos no existen aquí esas mareas que salen mar afuera por muchas millas y luego vuelven a introducirse rápidamente. Aquí hay siempre un leve flujo y reflujo, un ir y venir que se repite por siglos y siglos. Si uno puede contemplar ese mar, el centelleo de luz deslumbrante y las claras aguas -contemplarlo con todos los sentidos despiertos a su máxima excelencia- en esa observación no hay un centro, no existe un ‘uno’ que esté observando. Es bello observar el mar, y la arena limpia lavada día tras día. Ninguna huella puede quedar ahí, ni siquiera los pequeños pájaros del mar dejan su huella; el mar las borra por completo. Las casas que se ven a lo largo de la playa son pequeñas y pulcras; probablemente vive en ellas gente muy rica. Pero todo eso no cuenta para nada -sus riquezas, su vulgaridad, sus costosos automóviles. Uno vio un Mercedes muy viejo, con gastados tubos de escape fuera de la cubierta del motor, tres a cada lado. Los dueños parecían sentirse muy orgullosos de su automóvil, lo habían pulido, lo lavaban dedicándole muchísimo cuidado. Tal vez habían comprado esa máquina antes que muchas otras cosas. Todavía podían recorrerse muchas millas en ese automóvil; lo habían fabricado para que durara. La mañana era bellísima; sentado en la playa uno observaba los pájaros, el cielo, y escuchaba el sonido distante de los automóviles que pasaban; uno iba y volvía con el flujo y reflujo del agua; se iba lejos y regresaba nuevamente -este perpetuo movimiento que va y viene y viene y va... La vista alcanzaba hasta el horizonte donde el cielo se encuentra con el mar. Era una bahía muy grande, con aguas color azul y blanco y con las diminutas casas que la rodeaban por completo. Y detrás de uno estaban las montañas, hilera tras hilera de montañas. Observando sin un solo pensamiento, sin ninguna reacción, observando sin identidad -sólo ese infinito observar- en realidad no está uno despierto, está ausente, no se encuentra del todo ahí; uno no es ‘uno’, pero observa. Observando los pensamientos que surgen y luego se desvanecen, pensamiento tras pensamiento, el propio pensamiento se vuelve consciente de sí mismo. No existe un pensador que observe al pensamiento, el observador es el pensamiento. Sentado en la playa, mientras uno observa a las personas que pasan, dos o tres parejas y una mujer sola, parece que toda la naturaleza, todo lo que a uno lo rodea, desde el profundo mar azul a aquellas altas montañas rocosas, también está observando. Estamos observando, no aguardando, no esperando que ocurra algo, sino solamente observando sin fin. En esa observación hay un aprender, no la acumulación del conocimiento mediante el aprendizaje -lo cual es casi mecánico- sino una atenta observación, una observación no superficial sino profunda, viva y afectuosa; entonces no existe ahí un observador. Cuando hay un observador, éste es meramente el pasado que observa, y eso no es observar sino solamente recordar, y es más bien una cosa muerta. La observación es algo tremendamente vital, un vacío a cada instante. Esos pequeños cangrejos y esas gaviotas y todos esos pájaros que pasan volando, observan. Están atentos a la presa, al pez, a algo para alimentarse; ellos también están observando. Pasa alguien junto a uno y desea saber qué estamos observando. Uno no observa nada, y en esa nada está todo. El otro día, un hombre que había viajado muchísimo, que había visto muchísimo y escrito una que otra cosa, vino a vernos -un hombre algo viejo con una barba bien cuidada; se hallaba decentemente vestido sin el desaliño de la vulgaridad. Cuidaba sus zapatos, sus ropas. Aunque era extranjero, hablaba un inglés excelente. Y al hombre que estaba sentado en la playa observando, le dijo que había hablado con muchísima gente, que había discutido con algunos profesores y estudiosos, y que mientras estuvo en la India había conversado con unos cuantos pundits. Y la mayoría de ellos -según él- al parecer no se interesaban en la sociedad, no se comprometían con la reforma social ni con la presente crisis bélica. A él sí le interesaba profundamente la sociedad en que estábamos viviendo, aunque no era un reformador social. No estaba muy seguro de que la sociedad pudiera cambiar, de que uno pudiera hacer algo al respecto. Pero él veía lo que la sociedad era: la inmensa corrupción, la insensatez de los políticos, la mezquindad, la vanidad y la brutalidad que imperan en el mundo. Dijo: «¿Qué podemos hacer con respecto a esta sociedad? no pequeñas reformas insignificantes aquí y allá, cambiar un presidente por otro, o un Primer Ministro por otro, son todos la misma cosa más o menos; no pueden hacer mucho porque representan la mediocridad, o tal vez menos aún que eso, la vulgaridad; quieren exhibirse, alardear, jamás harán nada. Producirán pequeñas reformas triviales aquí y allá, pero la sociedad proseguirá su curso a pesar de ellas». Él había observado las diversas sociedades y culturas, viendo que en lo fundamental no eran tan diferentes. Parecía ser un hombre muy serio que sabía sonreír, y habló de la belleza de este país, de su vastedad, de su diversidad desde los desiertos ardientes al esplendor de las altas montañas rocosas. Uno le escuchaba como podría escuchar y contemplar el mar. No es posible cambiar la sociedad a menos que el hombre cambie. El hombre, uno mismo y los otros, ha creado estas sociedades por generaciones y generaciones; todos hemos creado estas sociedades a causa de nuestra mezquindad, de nuestra estrechez de miras, de nuestra limitación, de nuestra codicia, envidia, brutalidad, violencia, competencia, etcétera. Somos los responsables de la mediocridad, de la estupidez, de la vulgaridad, de toda la insensatez tribal y del sectarismo religioso. A menos que cada uno de nosotros cambie radicalmente, la sociedad jamás cambiará. Está ahí, nosotros la hemos hecho de este modo y después ella nos hace a nosotros. Nos moldea tal como nosotros la hemos moldeado. Nos encaja en un patrón, y el patrón la introduce en una estructura que es esta sociedad que nos hemos construido. De modo que esta acción prosigue interminablemente, como el mar con la marea que se aleja y después regresa, a veces muy, muy lentamente, otras veces rápidamente, peligrosamente. Un ir y venir; acción-reacción-acción. Tal parece ser la naturaleza de este movimiento, a menos que dentro de uno exista un orden profundo. Ese orden mismo producirá orden en la sociedad, no mediante la legislación, los gobiernos y todo eso -aunque mientras haya desorden y confusión, proseguirán la autoridad y las leyes que son creadas por nuestro propio desorden. Las leyes son una hechura del hombre, son un producto del hombre tal como lo es la sociedad. Así, lo interno -la psique- crea lo externo conforme a su limitación; y lo externo controla entonces lo interno y lo moldea. Los comunistas han pensado, y probablemente siguen pensándolo, que controlando lo externo, elaborando ciertas leyes, regulaciones, instituciones, ciertas formas de tiranía, ellos pueden cambiar al hombre. Pero hasta ahora no han conseguido su propósito, y jamás lo conseguirán. Ésta es, asimismo, la actividad de los socialistas. Los capitalistas lo hacen de un modo diferente, pero es la misma cosa. Lo interno domina siempre lo externo, porque lo interno es más fuerte, mucho más vital que lo externo. ¿Puede este movimiento detenerse alguna vez? -lo interno que crea el medio psicológico externo, y lo externo, las leyes, las instituciones, las organizaciones, que tratan de moldear al hombre, de moldear su cerebro para que actúe en cierta dirección; y el cerebro, lo interno, la psique, que se modifica entonces eludiendo lo externo. Este movimiento ha proseguido durante todo el tiempo que el hombre ha estado sobre esta tierra, ha proseguido ya sea crudamente, superficialmente o, a veces, brillantemente -siempre es lo interno dominando lo externo, como el mar con sus mareas que van y vienen. Uno debería realmente preguntarse si este movimiento puede detenerse alguna vez -acción y reacción, odio y más odio, violencia y más violencia. El movimiento cesa cuando sólo existe el observar, un observar sin motivo, sin reacción ni dirección alguna. La dirección surge cuando hay acumulación. Pero la observación, en la que hay atención, percepción directa y un gran sentido de compasión, tiene su propia inteligencia. Esta observación y la inteligencia actúan. Y esa acción no es el flujo y reflujo. Pero esto exige un gran estado de alerta, requiere que las cosas se vean sin la palabra, sin el nombre, sin reacción alguna; en ese observar hay pasión, hay una vitalidad inmensa.

El Último Diario - Miercoles, 4 de mayo, 1983

 Miércoles, 4 de mayo (6), 1983

 Es una mañana tan brumosa que apenas si pueden distinguirse los naranjos que están a unos diez pies de distancia. Hace frío; todos los cerros y las montañas se ocultan en la niebla, y el rocío cubre las hojas. Más tarde aclarará. Todavía es muy temprano, y el hermoso sol de California y la cálida brisa vendrán dentro de un rato. Uno se pregunta por qué los seres humanos han sido siempre tan crueles, tan desagradables en sus reacciones a cualquier declaración que no les gusta, tan agresivos, tan listos siempre a atacar. Esto ha estado ocurriendo por miles de años. Hoy día, uno difícilmente se encuentra con una persona gentil que esté dispuesta a ceder, que sea totalmente generosa y feliz en sus relaciones. La noche pasada se escuchó el ulular del búho; era un búho real, seguramente de gran tamaño. Esperó que le respondiera su pareja, y ésta le contestó desde una gran distancia, después de lo cual el búho voló hacia abajo penetrando en el valle y ya apenas podía oírse. Era una noche perfectamente silenciosa, oscura y extrañamente quieta. Todo parece vivir en orden, en su propio orden -el mar con sus mareas, la luna nueva y la puesta de la luna llena, el encanto de la primavera y el calor del verano. Aun el terremoto de ayer tiene su orden propio. El orden es la esencia misma del universo -el orden del nacimiento y la muerte, etcétera. Sólo el hombre parece vivir en tal desorden, en tal confusión. Ha vivido de ese modo desde el principio del mundo. Mientras uno le hablaba al visitante sentado en la galería, con la roja rosa trepadora, la joven glicina y el aroma de la tierra y de los árboles, parecía una lástima estar discutiendo el desorden. Cuando uno mira alrededor esos cerros oscuros y la montaña rocosa, y escucha el murmullo de un torrente que pronto se secará cuando llegue el verano, ve que todo tiene un orden tan curioso, que discutir el desorden humano, la confusión y desdicha humanas, parece completamente fuera de lugar. Pero ahí está él, amigable, bien informado y probablemente dado a la reflexión. El sinsonte se encuentra sobre el alambre telefónico; está haciendo lo que generalmente hace -volar en el aire, girar y aterrizar en el alambre para después mofarse del mundo. Hace esto con mucha frecuencia, y al mundo aparentemente no le importa. Pero el pájaro sigue con sus burlas. La niebla está aclarando, ha aparecido el sol primaveral y el lagarto sale y se calienta sobre la roca; y todas las pequeñas criaturas de la tierra se hallan atareadas Tienen su propio orden, su placer, su diversión. Todas parecen muy felices, disfrutando la luz del sol sin la cercanía del hombre que pudiera hacerles daño, que pudiera arruinarles el día. «Si se le permite a uno preguntarlo», comenzó el visitante, «¿cuál es para usted la cosa más importante en la vida? ¿Cuál es para usted la cualidad más esencial que el hombre debe cultivar?» «Si uno la cultiva, como cultiva los campos de la tierra, entonces no es lo más esencial. Ello tiene que ocurrir naturalmente -cualquier cosa que ocurra- naturalmente, fácilmente, sin ningún motivo egocéntrico. Ciertamente, la cosa más importante para cualquier ser humano es vivir en orden, en armonía con todas las cosas que le rodean -aun con el ruido de las grandes ciudades, aun con algo que sea feo, vulgar, sin permitir que ello afecte o altere el curso de su vida, que altere o deforme el orden en que está viviendo. Sin duda, señor, el orden es la cosa más importante en la vida, o, más bien, una de las más importantes». «¿Por qué», pregunta él, «el orden debe ser la cualidad de un cerebro que puede actuar correctamente, dichosamente, con gran precisión?» «El orden no es creado por el pensamiento. El orden no es algo que uno sigue día tras día, que practica, a lo cual se amolda. Como la corriente se une al mar, así la corriente del orden, el río del orden, es eterno. Pero ese orden no puede existir si hay alguna clase de esfuerzo, de lucha por lograr algo o por descartar el desorden y caer en una rutina, en diversos hábitos bien definidos. Todo eso no es orden. El conflicto es el verdadero origen del desorden, la verdadera causa». «Todo lucha, ¿no es cierto? Esos árboles han luchado para existir, lucharon para crecer. El maravilloso roble que está allá, detrás de esta casa, ha soportado tormentas, años de lluvia y el calor del sol; ha luchado para existir. La vida es conflicto, es agitación, es tormenta. Y usted dice, ¿verdad?, que el orden es un estado en el que no hay conflicto. Eso parece casi imposible, como conversar en un idioma extraño, algo completamente ajeno a la propia vida de uno, al propio modo de pensar. Si no es atrevimiento de mi parte preguntarlo, ¿vive usted en un orden que no conoce ninguna clase de conflicto?» «¿Acaso es muy importante, señor, averiguar si otro está viviendo sin esfuerzo, sin conflicto? ¿O sería más adecuado que se preguntara si usted, como ser humano que vive en desorden, puede descubrir por sí mismo las múltiples causas -o quizás haya sólo una causa de este desorden? Esas flores no conocen ni el orden ni el desorden, simplemente existen. Por supuesto, si no se las regara, si no se las cuidara, morirían, y el morir es también el orden de esas flores. El sol brillante, caluroso, las destruirá el mes que viene, y para ellas eso es orden». El lagarto se ha calentado sobre la roca y está esperando que lleguen las moscas. Y seguramente llegarán. Y el lagarto las tragará con su rápida lengua. Parece ser la naturaleza del mundo; las criaturas grandes viven de las criaturas pequeñas, y las más grandes de las grandes. Éste es el ciclo del mundo natural. Y en eso no hay orden ni desorden. Pero nosotros, de vez en cuando conocemos por nosotros mismos el sentimiento de total armonía, y también la pena, la ansiedad, el dolor, el conflicto. La causa del desorden es el perpetuo devenir -devenir, buscar la propia identidad, esta lucha por llegar a ser. En tanto el cerebro, que se halla densamente condicionado, esté midiendo -lo ‘más’, lo ‘mejor’- moviéndose psicológicamente de esto a aquello, eso debe generar inevitablemente un sentido de conflicto, lo cual es desorden. No sólo las palabras ‘más’, ‘mejor’, sino el sentimiento, la reacción de lograr, de ganar -en tanto exista esta división, esta dualidad, tiene que haber conflicto. Y a causa del conflicto, hay desorden. Tal vez nos damos cuenta de todo esto, pero al descuidar esta percepción, seguimos del mismo modo día tras día durante todos los días de nuestra vida. Esta dualidad no es sólo verbal sino que implica una división más profunda: la del pensador y el pensamiento, la del pensador separado de sí mismo. El pensador es creado por el pensamiento, el pensador es el pasado, el pensador es conocimiento, y el pensar también ha nacido del conocimiento. De hecho, no existe tal división entre el pensador y el pensamiento, son una unidad inseparable; pero el pensamiento juega una ingeniosa treta consigo mismo, se divide a sí mismo. Quizás esta constante división de sí mismo, la propia fragmentación del pensamiento, es la causa del desorden. El sólo ver, el sólo comprender la verdad de esto -que el percibidos es lo percibido- pone fin al desorden. El sinsonte se ha ido y ahora está ahí la paloma torcaza con su plañidero grito. Y pronto se le une su pareja. Se posan juntas sobre ese alambre, quietas, inmóviles, pero sus ojos se mueven observando, vigilando el peligro. El halcón de cola roja y los pájaros predadores que estaban ahí una o dos horas antes, se han ido. Tal vez regresen al día siguiente. Y así termina la mañana, y ahora el sol brilla y hay miles de sombras. La tierra está quieta y el hombre se siente perdido y confuso. 

[6] Entre el 26 de abril y el 1.° de mayo, Krishnamurti había estado en San Francisco, donde ofreció dos pláticas y sostuvo una entrevista radial. 

martes, 25 de abril de 2023

El Último Diario - Martes, 26 de abril, 1983

 Martes, 26 de abril, 1983

 Uno vio un pájaro morir, herido por un hombre. Estaba volando bellamente con un rítmico batir de alas, con total libertad y falta de temor. Y la escopeta lo destrozó; cayó a tierra y toda la vida había huido de él. Un perro fue a cobrar la presa, y el hombre la agregó a otros pájaros muertos. Estaba charlando con su amigo y parecía por completo indiferente. Todo lo que le interesaba era abatir tantos pájaros como fuera posible, y en lo que a él tocaba ya tenía de sobra. Están matándolo todo en el mundo. Esos grandes, maravillosos animales del mar, las ballenas, son muertos por millones, y el tigre y muchos otros animales hoy se están volviendo especies en peligro de extinción. El hombre es el único animal al que hay que temerle. Hace tiempo, estando uno alojado con un amigo en lo alto de los cerros, llegó un hombre y le contó al posadero que durante la última noche un tigre había matado una vaca, y nos preguntó si nos gustaría ver al tigre esa noche. Él podía arreglarlo construyendo una plataforma en un árbol y dejando atada una cabra; el balido de la cabra, del pequeño animal, atraería al tigre y nosotros podríamos verlo. Ambos rehusamos satisfacer nuestra curiosidad tan cruelmente. Pero más tarde, ese mismo día, el posadero sugirió que tomáramos el automóvil y nos internáramos en el bosque para tratar de ver al tigre. De modo que al anochecer nos acomodamos en un automóvil con las ventanillas abiertas, el cual era conducido por un chófer, y nos internamos profundamente en el bosque por varias millas. Por supuesto que no vimos nada. Se estaba poniendo muy oscuro y se encendieron los faros delanteros; cuando dimos la vuelta el tigre estaba ahí, sentado justo en medio del camino, aguardando para recibirnos. Era un animal muy grande con una hermosa piel listada, y sus ojos, atrapados por la luz de los faros, centelleaban brillantes. Vino rugiendo hacia el auto, y justo cuando pasó a unas pocas pulgadas de nuestra mano que se hallaba extendida, el posadero advirtió: «No lo toque, es muy peligroso, ¡apúrese!, porque él es más rápido que su mano». Pero uno podía sentir la energía de ese animal, su vitalidad; era una gran dínamo de energía. Y cuando pasó cerca, uno sintió hacia él una atracción enorme. Y desapareció en el bosque[5]. Al parecer, el amigo había visto numerosos tigres, y muchos años atrás, en su juventud, había ayudado a matar uno, y desde entonces había estado deplorando el terrible acto. La crueldad en todas sus formas se está extendiendo actualmente por el mundo. Es probable que el hombre jamás haya sido tan cruel como es ahora, tan violento. Las iglesias y los sacerdotes siempre han hablado de paz en la tierra; desde la más alta jerarquía cristiana al pobre clérigo de aldea, ha habido prédicas acerca de vivir una vida buena, de no lastimar, de no matar cosa alguna; especialmente los hindúes y los budistas del pasado han dicho: «No mates a la mosca, no mates nada, porque en la próxima vida pagarás por ello». Eso era expresado más bien crudamente, pero algunos de ellos mantenían este espíritu, esta intención de no matar y no lastimar a otro ser humano. Pero el matar por medio de las guerras continúa y continúa. El perro mata muy rápidamente al conejo. Y el hombre mata a otro con sus maravillosas máquinas, y el que mata es probablemente muerto por otro. Y esta matanza ha estado prosiguiendo por milenios y milenios. Algunos tratan eso como un deporte, otros matan a causa del odio, de la ira, de los celos; y está el asesinato organizado por las diversas naciones con sus armamentos. Uno se pregunta si el hombre vivirá alguna vez sobre esta bella tierra, sin matar jamás cosa alguna, sin matar ni ser muerto por otro ser humano, sino viviendo pacíficamente, con algo de divinidad y amor en su corazón. En esta parte del mundo que llamamos el Occidente, los cristianos han matado tal vez más que ningún otro. Ellos siempre están hablando de paz en esta tierra. Pero para tener paz uno debe vivir pacíficamente, y eso parece por completo imposible. Hay argumentos en favor y en contra de la guerra; el argumento de que el hombre siempre ha sido y seguirá siendo un homicida, y están los que sostienen que el hombre puede producir un cambio en sí mismo y no matar más. Ésta es una historia muy vieja. La inacabable carnicería se ha vuelto un hábito, una fórmula aceptada a pesar de todas las religiones. Uno estaba observando el otro día a un halcón de cola roja que volaba muy alto en el firmamento, girando suavemente sin un solo batir de alas, solamente por el regocijo de volar, de sentirse sostenido por las corrientes de aire. Después se le unió otro, y estuvieron volando juntos un buen rato. Eran criaturas maravillosas en ese firmamento azul, y dañarlos de cualquier forma es un crimen contra el cielo. Por supuesto que el cielo no existe; el hombre ha inventado el cielo, el paraíso, a causa de la esperanza; porque su vida se ha convertido en un infierno, en un perpetuo conflicto desde que nace hasta que muere, yendo y viniendo de aquí para allá, haciendo dinero, trabajando sin cesar. Esta vida se ha vuelto una confusión, un afán y una lucha inacabables. Uno se pregunta si el hombre, un ser humano, vivirá alguna vez en paz sobre esta tierra. El conflicto ha sido su estilo de vida -bajo la piel y fuera de la piel, en el área de la psique y en la sociedad que la psique ha creado. Probablemente el amor ha desaparecido por completo de este mundo. El amor implica generosidad, afecto, no lastimar a otro, no hacer que otro se sienta culpable; implica ser corteses y comportarnos de tal manera que nuestras palabras y pensamientos nazcan de la compasión. Desde luego que uno no puede ser compasivo si pertenece a instituciones religiosas organizadas -grandes, poderosas, tradicionales y dogmáticas instituciones que insisten en la fe. Para amar, tiene que haber libertad. Ese amor no es placer ni deseo ni un recuerdo de cosas que han pasado. El amor no es lo opuesto del odio, de la ira y los celos. Todo esto puede sonar más bien utópico, idealista, algo a lo que el hombre sólo puede aspirar. Pero si creemos eso, entonces seguiremos matando. El amor es tan real, tan poderoso como la muerte. No tiene nada que ver con la imaginación o el sentimiento o el romanticismo; y naturalmente, no tiene nada que ver con el poder, la posición, el prestigio. Es tan apacible como las aguas del mar, y tan poderoso como el mar; es como las aguas corrientes de un caudaloso río que fluye perpetuamente, sin principio ni fin. Pero el hombre que mata los cachorros de focas, o las grandes ballenas, sólo se interesa en su propia subsistencia. Él dirá: «Yo vivo de eso, ése es mi negocio». No le interesa en absoluto esa cosa que llamamos amor. Probablemente ama a su familia -o cree que ama a su familia- y no le preocupa mayormente el modo en que se gana su subsistencia. Tal vez ésa sea una de las razones por las que el hombre vive una vida fragmentaria; parece que jamás puede amar lo que hace -aunque tal vez unas pocas personas lo hagan. Si uno viviera del trabajo que ama, sería muy diferente -uno comprendería la totalidad de la vida. Hemos dividido la vida en fragmentos: el mundo de los negocios, el mundo artístico, el mundo científico, el mundo político y el mundo religioso. Al parecer, pensamos que están todos separados y que deben mantenerse separados. Y así nos volvemos hipócritas, haciendo algo feo, corrupto en el mundo de los negocios y luego llegando a la casa para vivir apaciblemente con nuestra familia; esto engendra hipocresía, un doble patrón de vida. Ésta es una tierra realmente maravillosa. Aquel pájaro posado sobre el árbol más alto ha estado ahí todas las mañanas, examinando el mundo, vigilando la aparición de un pájaro más grande, un pájaro que podría matarlo, atento a las nubes, a la sombra pasajera y a la vasta extensión de esta tierra tan rica, a estos ríos y bosques y a todos los hombres que trabajan de la mañana a la noche. Si uno piensa siquiera algo en el mundo psicológico, ve que está lleno de dolor. Y uno se pregunta si el hombre cambiará alguna vez o si lo harán unos pocos, muy, muy pocos. ¿Cuál es, entonces, la relación de los pocos con los muchos? O, ¿cuál es la relación de los muchos con los pocos? Los muchos no tienen relación alguna con los pocos. Los pocos sí tienen una relación. Sentado en esa roca con un lagarto al lado, mientras uno mira hacia abajo en el valle, no se atreve ni a moverse para no perturbar o asustar al lagarto. Y éste también esta observando. Y el mundo continúa inventando dioses, siguiendo las jerarquías de los que representan a los dioses, y toda la farsa y la vergüenza de las ilusiones probablemente proseguirá, y los miles de problemas se volverán más y más complejos e intrincados. Sólo la inteligencia del amor y de la compasión puede resolver todos los problemas de la vida. Esa inteligencia es el único instrumento que jamás puede embotarse o inutilizarse. [5] Un relato más completo de este encuentro de Krishnamurti con el tigre, puede leerse en Diario II. 

lunes, 24 de abril de 2023

El Último Diario - Domingo, 24 de abril, 1983

 Domingo, 24 de abril, 1983

Es una mañana primaveral, una mañana que nunca ha sido antes y nunca volverá a ser. Es una mañana de primavera. Cada pequeña brizna de hierba, las camelias, las rosas, todo está floreciendo y hay fragancia en el aire. Es una mañana de primavera y la tierra se halla intensamente viva, y aquí en el valle todas las montañas están verdes y la más alta de ellas se ve extraordinariamente vital, inmutable y majestuosa. Mientras uno está recorriendo el sendero esta mañana, y mira la belleza que lo rodea y esas ardillas listadas, cada tierna hoja de primavera resplandece al sol. Esas hojas han estado aguardando por esto todo el invierno, y acaban de brotar, delicadas, vulnerables. Y sin que uno sea romántico o imaginativo, hay un sentimiento de amor inmenso y de compasión por tanta belleza incorruptible. Ha habido un millar de mañanas de primavera, pero jamás una mañana como ésta, tan callada, tan quieta, tan intensa que quita el aliento -tal vez con adoración. Y las ardillas han desaparecido, así como los lagartos. Es una mañana de primavera y el aire está de fiesta; hay festivales en todo el mundo por ser la primavera. Los festivales se expresan de muchas maneras diferentes, pero aquello que es, jamás podrá expresarse en palabras. En todas partes, con cantos y danzas, existe este hondo sentimiento de la primavera. ¿Por qué parecemos estar perdiendo la condición altamente vulnerable de la sensibilidad -sensibilidad a todas las cosas que nos rodean, no sólo a nuestros problemas y confusiones? Ser realmente sensibles, no con respecto a algo en especial, sino sólo eso: ser sensibles, vulnerables como esa hoja nueva que nació hace unos días para enfrentarse a las tormentas, a las lluvias, a la oscuridad y la luz. Cuando somos vulnerables nos parece que se nos ha lastimado; al sentirnos lastimados nos encerramos en nosotros mismos, construimos alrededor de nosotros un muro, nos volvemos duros, crueles. Pero cuando somos vulnerables sin ninguna clase de feas y brutales reacciones, vulnerables a todos los movimientos de nuestro propio ser, vulnerables al mundo, tan sensibles que no hay remordimientos ni heridas psicológicas ni disciplinas autoimpuestas, entonces existe la cualidad de una existencia inconmensurable. Todos perdemos esta vulnerabilidad en el mundo del ruido, de la brutalidad, de la vulgaridad y el alboroto de la vida cotidiana. Tener los sentidos agudizados, no algún sentido en particular sino todos los sentidos completamente despiertos -lo cual no implica necesariamente ceder a ellos- ser sensibles a todos los movimientos del pensar, a los sentimientos, a los pesares, a la soledad, a la ansiedad... estar con todos esos sentidos totalmente despiertos implica tener una clase diferente de sensación que va más allá de todas las reacciones sensorias o sensuales. ¿Alguna vez hemos mirado el mar, o aquellas inmensas montañas, los Himalayas, que se extienden de horizonte a horizonte, o hemos mirado una flor con la totalidad de nuestros sentidos? Cuando hay una observación así, no existe un centro desde el cual uno esté observando, no existe un ‘yo’. El ‘yo’, la limitada observación de un sentido o dos, engendra el movimiento egotista. Después de todo, vivimos a base de los sentidos, de las sensaciones, y es sólo cuando el pensamiento crea la imagen a partir de las sensaciones, que surgen todas las complejidades del deseo. En esta mañana uno mira hacia abajo en el valle, contempla la extraordinaria extensión de verde y la ciudad distante, percibe la pureza del aire, observa todas las cosas que se arrastran por la tierra, las observa sin la interferencia de las imágenes que ha construido el pensamiento. Ahora la brisa está soplando desde el valle hacia lo alto del cañón, y uno inicia el regreso siguiendo las vueltas del sendero. Al descender, justo frente a uno, a unos diez pies de distancia, hay un lince. Se llega a escuchar su ronroneo mientras se frota contra una roca, con su pelo que sobresale de las orejas, su corta cola y su extraordinario, gracioso movimiento. Para él también es una mañana de primavera. Caminamos juntos descendiendo por el sendero, y el animal apenas si hace algún ruido a no ser por su ronroneo, disfrutando enormemente, deleitándose por hallarse afuera bajo el sol primaveral; está tan limpio que su pelaje resplandece mientras uno lo contempla -toda la naturaleza salvaje está en ese animal. De pronto, uno pisa una rama seca que hace ruido, y el lince escapa sin mirar siquiera hacia atrás; ese ruido señalaba al hombre, el más peligroso de todos los animales. En un segundo ha desaparecido entre los arbustos y las rocas, y toda la alegría se ha esfumado. Él sabe lo cruel que es el hombre, y no desea esperar; quiere estar lejos, tan lejos como le sea posible. Es una apacible mañana de primavera. Consciente de que un hombre se encontraba detrás de él, a pocos pies de distancia, ese lince debe de haber respondido instintivamente a la imagen de lo que el hombre es -el hombre que ha matado tantas cosas, que ha destruido tantas ciudades, que ha destruido una cultura tras otra, siempre persiguiendo sus deseos, siempre buscando alguna clase de seguridad y de placer. El deseo, que ha sido la fuerza impulsora en el hombre, ha creado muchísimas cosas gratas y útiles; y el deseo también ha creado, en las relaciones del hombre, muchísimos problemas y confusiones y desdichas -el deseo de placer. Los monjes y los sannyasis del mundo han tratado de trascender el deseo, se han forzado a adorar un ideal, una imagen, un símbolo. Pero el deseo está siempre ahí, ardiendo como una llama. Es necesario investigar, sondear la naturaleza del deseo, la complejidad del deseo, sus actividades, sus exigencias, sus satisfacciones -cada vez más y más deseo de poder, de posición, de prestigio, de status; el deseo de alcanzar lo innominable, lo que está más allá de nuestra vida cotidiana, el deseo que ha impulsado al hombre a hacer las cosas más feas y brutales. El deseo es el resultado de la sensación -el resultado que contiene todas las imágenes que ha elaborado el pensamiento. Y este deseo no sólo engendra insatisfacción, sino también una sensación de desesperanza. Jamás hay que reprimirlo, jamás disciplinarlo, sino investigar su naturaleza -su origen, su propósito, sus intrincaciones. Ahondar profundamente en el deseo no es la acción de otro deseo, porque tras ello no hay un motivo; es como comprender la belleza de una flor, sentarse junto a ella y contemplarla. Y mientras uno la contempla, la flor comienza a revelarse a sí misma tal como realmente es -revela la extraordinaria delicadeza de su color, el perfume, los pétalos, el tallo y la tierra de la cual ha brotado. Así hay que mirar este deseo y su naturaleza, sin ningún pensamiento que siempre moldea las sensaciones -placer y dolor, recompensa y castigo. Entonces uno comprende, no de manera verbal o intelectual, todo el proceso causativo del deseo, la raíz del deseo. La mera percepción de ello, la sutil percepción de ello es, en sí misma, inteligencia. Y esa inteligencia siempre actuará cuerdamente, racionalmente, al tratar con el deseo. De modo que hoy, sin hablar demasiado, sin pensar demasiado, uno se deja envolver enteramente por esta mañana de primavera, vive con ella, se mueve con ella, y es ése un júbilo que está más allá de toda medida. No podrá repetirse. Seguirá existiendo hasta que se escuche un golpe en la puerta.

domingo, 23 de abril de 2023

El Último Diario - sábado, 23 de abril, 1983

  Sábado, 23 de abril,1983

  Las nubes están aún suspendidas sobre los cerros, el valle y las montañas. Ocasionalmente, hay una apertura en el cielo y a través de ella pasa el sol, brillante, claro, pero pronto desaparece. Es agradable una mañana así, serena, fresca, con todo el mundo verde que a uno le rodea. Cuando llegue el verano, el sol quemará toda la hierba verde, y los prados al otro lado del valle quedarán resecos, sedientos, y toda esta hierba con su radiante verdor habrá desaparecido. Toda la frescura desaparece con el verano. Uno disfruta estas mañanas tranquilas. Las naranjas tienen un brillo intenso, y las hojas de un verde oscuro se ven relucientes. Y el aire está impregnado con el perfume de los azahares, un perfume fuerte, casi sofocante. Hay una clase diferente de naranja que se habrá de recoger más tarde, antes de que llegue el calor del verano. Ahora la hoja verde, la naranja y la flor se encuentran en el mismo árbol y al mismo tiempo. Es un mundo muy bello, y el hombre es por completo indiferente a él; estropea la tierra, los ríos, las bahías y los lagos de agua pura. Pero dejamos todo eso detrás y caminamos por un estrecho sendero en lo alto del cerro, donde hay un pequeño torrente que en pocas semanas más estará seco. Recorremos el sendero con un amigo, y mientras conversamos, de cuando en cuando observamos los múltiples tonos de verde. Hay una gran variedad, desde el verde más suave, el verde nilo, y tal vez más suave aun, más azul, hasta los verdes oscuros, exquisitos, llenos de su propia riqueza. Y cuando uno está subiendo por el sendero, arreglándoselas para mantenerse lado a lado junto al amigo, sucede que levanta del suelo algo arrebatadoramente hermoso, centelleante, una joya de extraordinaria antigüedad y belleza. Es sorprendente encontrarla en este sendero de tantos animales que sólo unas pocas personas han pisado. Uno la contempla con gran asombro. Está tan sutilmente hecha, es tan compleja que ninguna mano de joyero podría haberla fabricado jamás. Uno la sostiene por un rato, maravillado y silencioso. Luego la guarda cuidadosamente en el bolsillo interior que abotona, casi temeroso de que pueda perderla o de que la joya pueda perder su resplandor, su deslumbrante belleza. Y entonces pone su mano en la parte externa del bolsillo que la contiene. El otro ve que uno hace esto y ve que el rostro y los ojos de uno han experimentado un cambio notable Hay una especie de éxtasis, un asombro inexpresable, una excitación muy intensa. Cuando el hombre pregunta: «¿Qué es lo que usted ha encontrado que le produce una exaltación tan extraordinaria?», uno responde con voz suave, dulce (¡a uno le resulta tan extraño escuchar su propia voz!), que ha recogido la verdad. Uno no quiere hablar de ello, está más bien asustado; el mero hablar podría destruirla. Y el hombre que camina a nuestro lado se siente ligeramente molesto de que no nos comuniquemos libremente con él, y dice que si uno ha encontrado la verdad, debe dejar que descienda al valle y organizarla de modo que otros la comprendan, que otros puedan captarla y que eso tal vez podrá ayudarles. Uno no contesta, lamenta haberle hablado alguna vez al respecto. Los árboles están repletos de flores. Incluso aquí arriba, en la ligera brisa que asciende desde el valle, llega a percibirse el aroma de los azahares, y si uno mira hacia abajo, ve el valle lleno de naranjos y siente el aire quieto, intenso e inmóvil que ahí se respira. Pero uno ha dado con algo que es lo más precioso, que jamás puede ser revelado a otro. Otros puede que lo encuentren, pero uno lo posee, lo conserva y lo adora. Las instituciones y organizaciones de todo el mundo no han ayudado al hombre. Están todas las organizaciones físicas para las propias necesidades; están las instituciones de la guerra, de la democracia, las instituciones de la tiranía y las instituciones de la religión -han tenido su época y continúan, y el hombre las respeta, anhela ser socorrido por ellas no sólo físicamente sino en lo interno, bajo la piel, allí donde el dolor late persistentemente, donde el tiempo proyecta su sombra y donde reinan los más trascendentes pensamientos. Ha habido instituciones de muchas, muchas clases desde los más remotos tiempos, y no han cambiado internamente al hombre. Las instituciones jamás pueden cambiar al hombre en lo psicológico, en lo profundo. Y uno se pregunta por qué el hombre las ha creado, puesto que todas las instituciones del mundo han sido creadas por el hombre en la esperanza de que pudieran ayudarle, darle alguna clase de seguridad perdurable. Y extrañamente, no ha sido así. Al parecer, jamás nos damos cuenta de este hecho. Creamos más y más instituciones, más y más organizaciones -una organización opuesta a la otra. Es el pensamiento el que está inventando todas estas organizaciones, no sólo las democráticas o las totalitarias; el pensamiento también percibe, advierte, que lo que ha creado no ha cambiado básicamente la estructura, la naturaleza del propio ser. Las instituciones, las organizaciones y todas las religiones son creadas por el pensamiento, por el agudo, ingenioso, erudito pensamiento. Aquello que el pensamiento ha creado, producido, da forma a su propio pensar. Y si uno es serio, intenso en su investigación, se pregunta: ¿Por que el pensamiento no se ha dado cuenta de su propia actividad? ¿Puede el pensamiento percibir su propio movimiento? ¿Puede el pensamiento verse a sí mismo, ver lo que está haciendo, tanto en lo externo como en lo interno? En realidad no existe lo externo y lo interno -lo interno crea lo externo, y lo externo moldea entonces lo interno. Este flujo y reflujo de acción y reacción es el movimiento del pensar, y el pensamiento está siempre tratando de conquistar lo externo, y consigue su propósito originando con ello múltiples problemas; al resolver un problema, aparecen otros problemas. El pensamiento también ha dado forma a lo interno, moldeándolo de acuerdo con las exigencias externas. Este proceso, aparentemente inacabable, ha creado esta sociedad, fea, cruel, inmoral y violenta. Y habiéndola creado, lo interno se esclaviza a ella. Lo externo moldea lo interno y lo interno moldea lo externo. Este proceso ha estado ocurriendo por miles y miles de años, y el pensamiento no parece darse cuenta de su propia actividad. De modo que uno se pregunta: ¿Puede el pensamiento percibirse de algún modo a sí mismo -darse cuenta de lo que está haciendo? No existe un pensador aparte del pensamiento; el pensamiento ha creado al pensador, al experimentador, al analizador. El pensador, el ‘uno’ que está observando, que actúa, es el pasado con toda la herencia del hombre, la herencia biológica, genética -las tradiciones, los hábitos y todo el conocimiento acumulado. Después de todo, el pasado es conocimiento, y el pensador no está separado del pasado. El pensamiento crea el pasado, el pensamiento es el pasado; entonces el pensamiento se divide en el pensador y el pensamiento al cual el pensador debe moldear, controlar. Pero ésa es una idea falsa; sólo existe el pensamiento. El sí mismo es el ‘yo’, el pasado. La imaginación puede proyectar el futuro, pero ésa sigue siendo la actividad del pensamiento. De modo que el pensar, que es el resultado del conocimiento, no ha cambiado al hombre y jamás lo cambiará, porque el conocimiento es y será siempre limitado. Uno se pregunta, pues, nuevamente: ¿Puede el pensamiento percibirse a sí mismo, el pensamiento, que ha creado toda nuestra conciencia -acción y reacción, las respuestas sensorias, la sensualidad, los temores, las aspiraciones, la persecución del placer, toda la agonía de la soledad y el sufrimiento que el hombre se ha ocasionado a causa de las guerras, de su irresponsabilidad, de su duro egocentrismo? Toda ésa es la actividad del pensamiento, el cual ha inventado el infinito y el dios que mora en lo infinito. Todo eso es la actividad del tiempo y del pensamiento. Cuando uno llega a este punto se pregunta si el viejo instrumento, que está agotado -y que, después de todo, es el cerebro- puede producir una mutación radical en el hombre. Cuando el pensamiento se da cuenta de sí mismo, cuando ve dónde el conocimiento es necesario en el mundo físico y comprende su propia limitación, entonces se aquieta, queda en silencio. Sólo entonces existe un instrumento nuevo que no es producto del tiempo o del pensar, que no tiene relación alguna con el conocimiento. Es este instrumento -puede que la palabra instrumento no sea la correcta-, es esta percepción la que siempre es nueva, puesto que se halla libre del pasado, de los recuerdos; es inteligencia que nace de la compasión. Esa percepción da origen a una mutación profunda en las células mismas del cerebro, y su acción es siempre la acción correcta, clara, precisa, en la que no hay sombra alguna del pasado, del tiempo. 

sábado, 22 de abril de 2023

El Último Diario - Viernes, 22 de abril, 1983

 Viernes, 22 de abril, 1983

 Aquí se está a unos 1.400 pies de altura en medio de huertos de naranjos y aguacates, y con lo cerros detrás de la casa. El cerro más alto que hay en los alrededores tiene unos 6.500 pies. Quizá podría llamársele una montaña, y su viejo nombre es Topa Topa. Los indos antiguos vivían aquí; tienen que haber sido muy singulares, una raza bastante refinada. Puede que hayan sido crueles, pero quienes los destruyeron eran mucho más crueles. Aquí arriba, después de un día lluvioso, la naturaleza aguarda sofocada otra tormenta, y el mundo de las flores y de los pequeños arbustos se regocija en esta quieta mañana, e incluso las hojas parecen muy brillantes, intensamente puras. Hay un rosal que está lleno de rosas de un color rojo subido; la belleza de ese rosal, su perfume, la inmovilidad de esas flores, es una maravilla. Descendimos en el viejo automóvil que han conservado muy pulido, con un motor que funciona suavemente -descendimos hacia el pueblo, luego atravesamos el pueblo pasando por todas esas pequeñas construcciones, algunas escuelas, y salimos al espacio abierto densamente sembrado de aguacates-, bajando pasamos por el barranco doblando hacia uno y otro lado por una carretera lisa, muy bien construida; después subimos y subimos y subimos, tal vez a más de 5.000 pies. Aquí el automóvil se detuvo, y estábamos a una gran altura dominando todos los cerros que se veían muy verdes, poblados de arbustos, árboles y barrancos profundos. Parecía que aquí en lo alto nos encontrábamos entre los dioses. Muy pocos usaban esa carretera que continuaba a través del desierto hasta una gran ciudad a millas de distancia, lejos a la izquierda de uno. Cuando se mira hacia el sur, se ve el mar muy distante -el Pacífico. Aquí está todo muy tranquilo. Aunque el hombre ha construido esta carretera, afortunadamente no se ve la huella del hombre. Ha habido incendios aquí arriba, pero eso fue hace muchos años. Pueden verse algunos tocones quemados, negros, pero alrededor de los mismos hoy todo se ha vuelto verde. Ha habido lluvias intensas y ahora está todo florecido, púrpura, azul y amarillo, con brillantes manchas rojas aquí y allá. La gloria de la tierra jamás ha sido tan profundamente compasiva como aquí arriba. Nos sentamos al costado de la carretera, que estaba muy limpia. Era la tierra; la tierra está siempre limpia. Y había pequeñas hormigas, insectos minúsculos reptando, corriendo por todas partes. Pero no hay animales salvajes aquí arriba, lo cual es extraño. Puede que los haya durante la noche -venados, coyotes y tal vez unos cuantos conejos y liebres. Ocasionalmente, un automóvil pasaba cerca y eso rompía el silencio, la dignidad y pureza del silencio. Es éste un lugar realmente extraordinario. Las palabras no pueden medir la extensión y vastedad del espacio, ni los ondulados cerros, ni el cielo azul ni el desierto distante. Eso era la totalidad de la tierra. Uno apenas si se atrevía a hablar, tanto exigía el silencio que no se le perturbara. Y ese silencio tampoco pueden medirlo las palabras. Si uno fuera un poeta, probablemente lo mediría con las palabras, lo expresaría en un poema, pero eso que se escribe no es lo real. La palabra no es la cosa. Y aquí, sentado junto a una roca que se estaba calentando con el sol, el hombre no existía. Los ondulados cerros, las más altas montañas, los grandes y extensos valles, el profundo azul; no había nada más que eso; uno no existía. Desde los tiempos antiguos, todas las civilizaciones han tenido este concepto de la medida. Todas sus maravillosas construcciones se basaban en la medida matemática. Cuando uno mira la Acrópolis y la gloria del Partenón, y los edificios de ciento diez pisos de Nueva York, ve que todo tiene que basarse en esta medida. El medir no lo es sólo mediante la regla; la medida existe en el cerebro mismo: lo alto y lo bajo, lo mejor, el más. Este proceso comparativo ha existido desde los tiempos más remotos. Siempre estamos comparando. La aprobación de los exámenes desde la escuela, el colegio, la universidad -todo nuestro estilo de vida se ha vuelto una serie de medidas calculadas: lo bello y lo feo, lo noble y lo innoble -toda nuestra escala de valores, los argumentos que terminan en conclusiones, el poder del pueblo, el poder de las naciones. La acción de medir ha sido necesaria para el hombre. Y el cerebro, estando condicionado por la medida, por la comparación, trata de medir lo inmensurable -midiendo con las palabras lo que jamás puede ser medido. Ha sido un largo proceso de siglos y siglos -los dioses mayores y los dioses menores, medir la vasta extensión del universo y medir la velocidad de un atleta. Esta comparación ha dado origen a muchos temores y sufrimientos. Ahora, en esa roca, un lagarto ha llegado para calentarse muy cerca de nosotros. Uno puede ver sus negros ojos, su lomo escamoso y la larga cola; está muy quieto, inmóvil. El sol ha calentado mucho esa roca; y el lagarto, habiendo salido de su fría noche para calentarse, está aguardando que venga alguna mosca o un insecto -medirá la distancia y lo atrapará con un chasquido. Vivir sin comparar, vivir sin ninguna clase de medición en lo interno, no comparar jamás lo que uno es con lo que uno debería ser. La palabra ‘meditación’ no significa solamente ponderar, reflexionar sobre algo, indagar, mirar, sopesar; en sánscrito tiene también un significado mucho más profundo -cubrir una distancia, o sea, ‘llegar a’. En la meditación no tiene que existir la medida. Esta meditación no tiene que ser una meditación consciente, con posturas deliberadamente escogidas. Esta meditación tiene que ser por completo inconsciente, sin que se sepa jamás que uno está meditando. Si uno medita deliberadamente, ésa es otra forma del deseo, como cualquier otra expresión del deseo. Los objetos del deseo pueden variar; nuestra meditación puede ser para alcanzar lo supremo, pero el motivo es el deseo de lograr, igual que el hombre de negocios, o el constructor de una gran catedral. La meditación es un movimiento sin motivo alguno, sin palabras, sin la actividad del pensamiento. Tiene que ser algo que no se emprende deliberadamente. Sólo entonces la meditación es un movimiento en lo infinito, inmensurable para el hombre, sin meta establecida, sin fin y sin principio. Y eso ejerce una acción extraña en la vida cotidiana, porque entonces la vida es una sola, y así se vuelve sagrada. Y aquello que es sagrado no podemos matarlo. Matar a otro es impío y atroz. Clama a los cielos como un pájaro preso en una jaula. Uno nunca se da cuenta de lo sagrada que es la vida, no sólo la pequeña vida de uno sino las vidas de millones de otros seres, desde las criaturas de la naturaleza hasta los extraordinarios seres humanos. Y en la meditación que no contiene en sí medida alguna, está la verdadera acción de aquello que es lo más noble, lo más sagrado y santo. El otro día, a la orilla de un río[4] -¡qué bellos son los ríos!, no hay un único río sagrado, todos los ríos del mundo tienen su propia divinidad-, el otro día un hombre estaba sentado a orillas de un río, envuelto en una tela de color castaño amarillento. Sus manos estaban ocultas, sus ojos cerrados y su cuerpo muy quieto. Tenía en las manos un rosario, y repetía algunas palabras mientras sus dedos se movían de una cuenta a otra. Había hecho esto por muchos años y jamás pasó por alto una cuenta. Y el río ondeaba junto a él. Su corriente era profunda. Comenzaba entre las grandes montañas, distantes y coronadas de nieve; comenzaba como una corriente pequeña, y a medida que avanzaba hacia el sur reunía en sí todos los pequeños arroyos y ríos, y se convertía en un río caudaloso. En esa parte del mundo, la gente le rendía culto. Uno no sabe por cuántos años este hombre había estado repitiendo su mantra mientras hacía rodar las cuentas del rosario. Él meditaba -al menos la gente creía que él estaba meditando, y probablemente él también lo creía. Así que todos los transeúntes lo miraban, se quedaban silenciosos y después proseguían con su risa y su cháchara. Esa casi inmóvil figura -uno podía ver a través de la tela sólo una leve acción de los dedos- había estado sentada ahí por un tiempo muy largo, completamente absorta, porque no oía otro sonido que el sonido de sus propias palabras y el ritmo, la música de las mismas. Y él diría que estaba meditando. Hay otros miles como él por todo el mundo, en silenciosos y profundos monasterios en medio de cerros, ciudades y junto a los ríos. La meditación no consiste en palabras, no es un mantra ni es autohipnosis, la droga de las ilusiones. Tiene que darse sin nuestra volición. Debe tener lugar en el sereno silencio de la noche, cuando uno despierta súbitamente y ve que el cerebro está quieto y que se está desarrollando una peculiar cualidad de meditación. Ha de moverse tan silenciosamente como una víbora entre la alta hierba, verde a la luz pura de la mañana. La meditación ha de tener lugar en las ocultas profundidades del cerebro. No es un logro. Carece de práctica, método o sistema alguno. La meditación empieza con el fin de la comparación, con el fin del devenir o no devenir. Tal como la abeja susurra entre las hojas, así el susurro de la meditación es acción. [4] Ésta es una evocación de cuando él estuvo en Benarés, a orillas del Ganges.