domingo, 29 de noviembre de 2020

ACTIVIDAD EGOCÉNTRICA

 CAPÍTULO XIX  

ACTIVIDAD EGOCÉNTRICA 

 La mayoría de nosotros, creo yo, se da cuenta de que toda forma de persuasión, toda clase de alicientes, se nos han ofrecido para resistir las actividades egocéntricas. Mediante el temor, las promesas, el miedo al infierno, toda forma de condenación, las religiones han intentado de diferentes maneras disuadir al hombre de esta constante actividad nacida del centro del “yo”. Habiendo fracasado las religiones, se encargaron de ello las organizaciones políticas. Aquí, nuevamente, la persuasión; aquí, nuevamente, la utópica esperanza final. Contra cualquier forma de resistencia se ha empleado e impuesto toda clase de legislación, desde la muy limitada hasta la extremista, inclusive los campos de concentración; y ello no obstante, continuamos con nuestra actividad egocéntrica. Parece que esa es la única clase de acción que conocemos. Por poco que pensemos al respecto, tratamos de modificarla; si nos damos cuenta de ello, tratamos de cambiar su curso; y en lo fundamental, profundamente, no hay transformación, no hay cesación radical de esa actividad. La gente reflexiva se da cuenta de ello; también percibe que sólo cuando cesa la actividad desde el centro del “yo” puede haber felicidad. La mayoría da por supuesto que la actividad egocéntrica es cosa natural, y que la acción consiguiente es inevitable, pudiendo tan sólo ser modificada, controlada y plasmada. Ahora bien, aquellos que son un poco más serios, más fervorosos, no “sinceros” -porque la sinceridad es el modo de engañarse a sí mismo-, habrán de descubrir cómo el hombre, dándose totalmente cuenta de este extraordinario proceso de la actividad egocéntrica, puede ir más allá. Para comprender qué es esta actividad egocéntrica, es evidente que uno debe examinarla, observarla, darse cuenta del proceso entero. Si uno puede darse cuenta de él, hay entonces la posibilidad de su disolución. Pero el darse cuenta de él requiere cierta comprensión, cierta intención de enfrentar la cosa tal cual es, mirarla tal cual es, y no interpretarla, ni modificarla, ni condenarla. Tenemos que darnos cuenta de lo que hacemos, de toda actividad que proviene de ese estado egocéntrico; debemos ser conscientes de ella. Esa es una de nuestras primordiales dificultades, porque no bien somos conscientes de esa actividad, queremos plasmarla, queremos controlarla, queremos condenarla o modificarla; pero jamás estamos en condiciones de mirarla directamente, y, cuando lo hacemos, muy pocos de nosotros somos capaces de saber qué hacer. Comprendemos que las actividades egocéntricas son perjudiciales, destructivas, y que toda forma de identificación -tales como la identificación con la patria, con determinado grupo, con un deseo en particular, la búsqueda de un resultado aquí o en el más allá, la glorificación de una idea, el seguir un ejemplo, el perseguir la virtud, etc.- es esencialmente la actividad de una persona egocéntrica. Todas nuestras relaciones, con la naturaleza, con la gente, con las ideas, provienen de esa actividad. Sabiendo todo esto, ¿qué habrá uno de hacer? Toda actividad semejante debe tener espontáneamente fin, y no un fin autoimpuesto, ni influido, ni guiado. La mayoría de nosotros nos damos cuenta de que esta actividad egocéntrica causa daño y caos; pero sólo lo percibimos en ciertas direcciones. O bien lo observamos en los demás y lo ignoramos en nuestras propias actividades; o dándonos cuenta, en nuestras relaciones con otros, de nuestra propia actividad egocéntrica, deseamos transformarnos, hallar un substituto, ir más allá. Antes de poder habérnolas con esto debemos saber cómo surge este proceso. ¿No es cierto? Para comprender algo, debemos ser capaces de mirarlo, y, para mirarlo, debemos conocer sus diversas actividades en diferentes niveles, tanto conscientes como inconscientes -las directivas conscientes, como también los movimientos egocéntricos de nuestras intenciones y móviles inconscientes. Sólo soy consciente de esta actividad del “yo”, cuando me opongo, cuando la conciencia se ve frustrada, cuando el “yo” está deseoso de lograr un resultado, ¿no es cierto? O soy consciente de ese centro, cuando el placer termina y quiero más de ese placer; cuando hay resistencia, adapto la mente, de modo intencional, a determinado fin que me brindará una satisfacción, un deleite, me doy cuenta de mí mismo y de mis actividades cuando percibo conscientemente la virtud. Un hombre que busca conscientemente la virtud por cierto no es virtuoso. La humildad no puede buscarse, y esa es la belleza de la humildad. Este proceso egocéntrico es resultado del tiempo, ¿verdad? Mientras exista este centro de actividad en cualquier dirección, consciente e inconsciente, existe el movimiento del tiempo y yo soy consciente del pasado y del presente en conjunción con el futuro. La actividad egocéntrica del yo es un proceso del tiempo. Es la memoria que da continuidad a la actividad del centro, que es el “yo”. Si os observáis y os dais cuenta de este centro de actividad, veréis que él es sólo el proceso del tiempo, de la memoria, de “vivenciar” e interpretar toda experiencia de acuerdo con una memoria; vosotros también veréis que la actividad del “yo” consiste en reconocer, que es también el proceso de la mente. ¿Puede la mente estar libre de todo eso? Ello podrá ser posible en raros momentos; eso podrá acontecernos a la mayoría de nosotros cuando realizamos un acto inconsciente, sin intención y sin objeto, pero ¿será posible que alguna vez la mente esté libre de la actividad egocéntrica? Esa es una pregunta muy importante para hacernos a nosotros mismos porque en el hecho mismo de formulárosla hallaréis la respuesta. Si os dais cuenta del proceso total de esta actividad egocéntrica, si sois plenamente conocedores de sus actividades niveles de vuestra conciencia, entonces, por cierto, tenéis que preguntaros a vosotros mismos si es posible que esa actividad termine. ¿Es posible no pensar en términos de tiempo, no pensar en términos de lo que yo seré, de lo que he sido, de lo que soy? En tal pensamiento se origina todo el proceso de la actividad egocéntrica; también en él tienen comienzo la determinación de llegar a ser algo, la determinación de optar y de evitar, todo lo cual es un proceso de tiempo. En ese proceso vemos producirse infinito daño, miseria, confusión, deformación, deterioro. El proceso del tiempo no es, por cierto, revolucionario. En el proceso del tiempo no hay transformación; sólo hay continuidad y no hay terminación. En el proceso del tiempo hay tan sólo reconocimiento. Sólo cuando cesa completamente el proceso del tiempo, la actividad del “yo”, ocurre una revolución, una transformación, surge lo nuevo. Dándose cuenta de este proceso integro, total, del “yo”, en su actividad, ¿qué habrá de hacer la mente? Lo nuevo sólo adviene con la renovación, con la revolución, no a través de la evolución, ni del devenir del “yo”; adviene cuando el “yo” cesa por completo. El proceso del tiempo no puede traer lo nuevo; el tiempo no es el medio de la creación. No sé si alguno de vosotros ha tenido un momento de creatividad. No hablo de poner en acción alguna visión; quiero significar ese instante de creación en que no hay recordación. En ese instante ocurre ese estado extraordinario en que el “yo” ha cesado en su actividad de reconocer. Si nos damos cuenta, veremos que en ese estado no hay un experimentador que recuerde, interprete, reconozca, y luego identifique; no hay proceso de pensamiento que pertenezca al tiempo. En ese estado de creación, de “creatividad” de lo nuevo, que es atemporal, no hay acción del “yo”, en absoluto. Ahora bien, nuestra pregunta es sin duda ésta: ¿es posible que la mente viva ese estado, que se halle en él, no momentáneamente ni en raros instantes -no quisiera emplear la palabra “eterno” o “por siempre”, porque ello implicaría tiempo-, en ese estado en que el tiempo no cuenta? Eso, por cierto, es un importante descubrimiento que ha de ser hecho por cada uno de nosotros, porque es la puerta del amor. Todas las otras puertas son actividades del “yo”. Donde hay acción del “yo” no hay amor. El amor no pertenece al tiempo. No podéis practicar el amor. Si lo hacéis, ello es entonces una actividad autoconsciente del “yo”, el cual, amando, espera obtener un resultado. El amor no es el tiempo. No podéis dar con él por ningún esfuerzo consciente, por ninguna disciplina, por la identificación, todo lo cual es un proceso de tiempo. La mente, que sólo conoce el proceso del tiempo, no puede reconocer el amor. El amor es la única cosa nueva, eternamente nueva. Es porque la mayoría de nosotros hemos cultivado la mente -la cual es el resultado del tiempo- que no sabemos qué es el amor. Hablamos acerca del amor; decimos que amamos a la gente, a nuestros hijos, a nuestra esposa, al prójimo; decimos que amamos la naturaleza; pero en el momento en que somos conscientes de que amamos, la actividad del “yo” ha surgido; y, por lo tanto, ello deja de ser amor. Este proceso total de la mente ha de ser comprendido tan sólo a través de la relación con la naturaleza, con las personas, con nuestra propia proyección, con todo lo que nos rodea. La vida no es más que relación. Aunque intentemos aislarnos de la relación, no podemos existir sin estar en relación; aunque la vida de relación resulte dolorosa, no podemos escapar de ella mediante el aislamiento, haciéndonos ermitaños, y lo demás. Todos esos métodos son indicios de la actividad del “yo”. Viendo todo este cuadro, dándonos cuenta de todo este proceso del tiempo como conciencia, sin opción alguna, sin ninguna intención ni propósito determinado, sin deseo de resultado alguno, veréis que este proceso del tiempo termina de por sí, no por inducción ni como resultado del deseo. Y sólo cuando ese proceso finaliza adviene el amor, el cual es eternamente nuevo. No necesitamos buscar la Verdad. La Verdad no es algo que se halle muy lejos. Es la verdad acerca de la mente, la verdad acerca de sus actividades, de instante a instante. Si nos damos cuenta de esta verdad de instante en instante, de todo este proceso del tiempo, esta captación deja en libertad la conciencia, o la energía que es inteligencia, que es amor. Mientras la mente utilice la conciencia como actividad del “yo”, surge el tiempo con todas sus miserias, con todos sus conflictos, con todos sus daños, sus engaños intencionales; y sólo cuando la mente, comprendiendo ese proceso total, haya cesado, surgirá el amor.

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