lunes, 30 de noviembre de 2020

EL TIEMPO Y LA TRANSFORMACIÓN

 CAPÍTULO XX  

EL TIEMPO Y LA TRANSFORMACIÓN 

 Desearía hablar un poco acerca de lo que es el tiempo, porque creo que el enriquecimiento, la belleza y la significación de aquello que es atemporal, de aquello que es verdadero, sólo puede experimentarse cuando comprendemos todo el proceso del tiempo. Después de todo, cada uno a su manera, nosotros buscamos una sensación de felicidad, de enriquecimiento. Una vida que tenga significación, la riqueza de la verdadera felicidad, no pertenece al tiempo. Como el amor, una vida así es atemporal; y para comprender aquello que es atemporal, no debemos enfocarlo a través del tiempo sino más bien comprender el tiempo. No debemos utilizar el tiempo como medio de lograr, de realizar, de captar lo atemporal. Pero eso es lo que hacemos en la mayor parte de nuestra vida; pasar el tiempo tratando de captar aquello que es atemporal, de modo que es importante comprender qué entendemos por tiempo, porque yo creo que es posible estar libre del tiempo. Es muy importante comprender el tiempo como un todo, no parcialmente. Es interesante comprender que nuestra vida transcurre principalmente en el tiempo; no en el sentido de la sucesión cronológica, de los minutos, las horas, los días y los años, sino en el sentido de la memoria psicológica. Vivimos por el tiempo, somos el resultado del tiempo. Nuestra mente es el producto de muchos “ayeres”, y el presente es mero pasaje del pasado hacia el futuro. Nuestras actividades, nuestro ser, se basan en el tiempo; sin el tiempo no podemos pensar, porque el pensamiento es resultado del tiempo, el pensamiento es producto de muchos “ayeres”, y no hay pensamiento sin memoria. La memoria es tiempo; porque hay dos clases de tiempo, el cronológico y el psicológico. Hay tiempo que es ayer por el reloj, y hay tiempo que es ayer por el recuerdo. No podéis desechar el tiempo cronológico, lo cual sería absurdo; entonces perderíais el tren. ¿Pero existe realmente tiempo alguno aparte del tiempo cronológico? Es evidente que hay un tiempo que es el ayer; ¿pero existe el tiempo, tal como la mente lo piensa? Esto es, ¿existe el tiempo aparte de la mente? El tiempo -el tiempo psicológico- es por cierto producto de la mente. Sin la base del pensamiento no hay tiempo alguno; el tiempo es mero recuerdo, es ayer en conjunción con el presente, lo cual moldea el mañana. Es decir, el recuerdo de la vivencia de ayer respondiendo al presente, crea el futuro; y ello sigue siendo el proceso del pensamiento, un sendero de la mente. El proceso del pensamiento produce progreso psicológico en el tiempo; ¿pero es él real, tan real como el tiempo cronológico? ¿Y podemos emplear ese tiempo que es de la mente como medio de comprender lo eterno, lo atemporal? Porque, como lo he dicho, la felicidad no es de ayer, la felicidad no es producto del tiempo, la felicidad es siempre en el presente, un estado atemporal. No sé si habéis notado que cuando hay en vosotros éxtasis, un júbilo creador, una serie de nubes brillantes rodeadas de nubes sombrías, en ese momento el tiempo no existe: sólo existe el inmediato presente. Pero la mente interviene después de la vivencia en el presente, la recuerda y desea continuarla, reuniendo más y más de sí misma, con lo que crea el tiempo. El tiempo, pues, es creado por el “más”; el tiempo es adquisición, y el tiempo es también desprendimiento, el cual sigue siendo una adquisición de la mente. Por lo tanto, el mero hecho de disciplinar la mente en el tiempo, condicionar el pensamiento dentro el marco del tiempo -lo cual es memoria- no revela por cierto aquello que es atemporal. ¿Es la transformación asunto de tiempo? La mayoría de nosotros estamos acostumbrados a pensar que el tiempo es necesario para la transformación: yo soy algo, y para cambiar lo que soy en lo que yo debería ser, se requiere tiempo. Soy codicioso, y la codicia me trae confusión, antagonismos conflictos y miserias; y para producir una transformación o sea la “no codicia”, creemos que el tiempo es necesario. Es decir, se considera que el tiempo es un medio para desarrollar algo más grande, para llegar a ser alguna cosa. El problema es éste: uno es violento, codicioso, envidioso, iracundo, vicioso o apasionado. ¿Se necesita el tiempo para transformar lo que es? En primer lugar, ¿por qué queremos cambiar lo que es, o producir una transformación? ¿Por qué? Porque lo que somos nos desagrada; engendra conflicto, perturbación. Y no gustándonos ese estado, deseamos algo mejor, algo más noble, más idealista. Deseamos, pues, la transformación, porque hay dolor, malestar, conflicto. ¿Pero al conflicto se lo vence con el tiempo? Si decís que él será superado por el tiempo, aún estáis en conflicto. Podréis decir que os tomará veinte días o veinte años el libraros del conflicto, el cambiar lo que sois; pero durante ese tiempo estáis todavía en conflicto, y por lo tanto el tiempo no trae transformación. Cuando utilizamos el tiempo como medio de adquirir una cualidad, una virtud o un estado del ser, no hacemos más que aplazar o esquivar lo que se es; y creo que es importante comprender este punto. La codicia o la violencia causa dolor, perturbación, en el mundo de nuestras relaciones con el prójimo, o sea en la sociedad; y siendo conscientes de ese estado de perturbación, que denominamos codicia o violencia, nos decimos a nosotros mismos: “me librare de él con el tiempo; practicaré la no violencia, practicaré la no envidia, practicaré la paz”. Ahora bien, vosotros deseáis practicar la “no violencia” porque la violencia es un estado de perturbación, de conflicto, y creéis que con el tiempo lograréis la “no violencia” y os sobrepondréis al conflicto. ¿Qué ocurre, pues, en realidad? Hallándoos en estado de conflicto, queréis lograr un estado en el que no haya conflicto. ¿Pero ese estado de “no conflicto” es el resultado del tiempo, de una duración? No, evidentemente. Porque, mientras estáis logrando un estado de “no violencia”, seguís siendo violentos y, por lo tanto, estáis todavía en conflicto. Nuestro problema es éste: ¿es posible superar un conflicto, una perturbación, en un período de tiempo, ya se trate de días, de años o de vidas? ¿Qué ocurre cuando decís: “voy a practicar la no violencia durante cierto período de tiempo”? La práctica misma indica que estáis en conflicto, ¿no es así? No practicaríais si no resistierais al conflicto; y decís que la resistencia al conflicto es necesaria a fin de superar el conflicto, y para esa resistencia os hace falta tiempo. Pero la resistencia misma al conflicto es aun una forma de conflicto. Gastáis vuestra energía en resistir al conflicto en la forma de lo que llamáis codicia, envidia o violencia, pero vuestra mente sigue en conflicto. Es importante, pues, ver cuán falso es el proceso de depender del tiempo como medio de superar la violencia, y, con ello, librarse de dicho proceso. Entonces sois capaces de ser lo que sois: una perturbación psicológica, que es la violencia misma. Para comprender algo, cualquier problema humano o científico, ¿qué es lo importante, qué es lo esencial? Una mente tranquila, ¿no es así? Una mente que esté resuelta a comprender. No una mente que sea exclusivista, que trate de concentrarse, lo cual, una vez más, es un esfuerzo de resistencia. Si yo deseo realmente comprender algo, en seguida se produce en mi mente un estado de quietud. Cuando queréis escuchar música o mirar un cuadro que os gusta, que os emociona, ¿cuál es el estado de vuestra mente? Ella queda inmediatamente en calma, ¿no es así? Cuando escucháis música, vuestra mente no vaga por todas partes; escucháis. De un modo análogo, cuando queréis comprender el conflicto, ya no dependéis para nada del tiempo; os enfrentáis simplemente con lo que es, o sea con el conflicto. Entonces se produce de inmediato una quietud, una serenidad de la mente. Cuando ya no dependéis del tiempo como medio de transformar lo que es, porque veis la falsedad de ese proceso, entonces os enfrentáis con lo que es y como estáis interesados en comprender lo que es, resulta natural que tengáis la mente quieta. En ese estado mental alerta y sin embargo pasivo, surge la comprensión Mientras la mente esté en conflicto, censurando, resistiendo, condenando, no puede haber comprensión. Si quiero comprenderos es obvio que no debo condenaros. Es, pues, esa mente tranquila, esa mente serena, la que trae la transformación. Cuando la mente ya no resiste, ya no elude, ya no descarta ni censura lo que es, sino que se encuentra simplemente perceptiva de un modo pasivo, en esa pasividad de la mente, si ahondáis de veras en el problema, hallaréis que ocurre una transformación. La revolución sólo es posible ahora, no en el futuro, la regeneración es ahora, no mañana. Si queréis experimentar con lo que acabo de decir, encontraréis que habrá una regeneración inmediata, una cualidad de cosa nueva, fresca, por que la mente siempre está serena cuando está interesada, cuando desea o tiene intención de comprender. La dificultad para la mayoría de nosotros está en que no tenemos la intención de comprender, porque tenemos miedo de que si comprendemos, ello podría traer una acción revolucionaria en nuestra vida; y es por eso que resistimos. Es el mecanismo defensivo lo que está en acción cuando nos valemos del tiempo o de un ideal como medio de transformación De suerte que la regeneración sólo es posible en el presente, no en el futuro ni mañana. El hombre que confía en el tiempo como medio por el cual puede lograr la felicidad, comprender la verdad o Dios, sólo se engaña a sí mismo; vive en la ignorancia, y por lo tanto en conflicto. Pero el que ve que el tiempo no es la salida de nuestra dificultad, y por lo tanto está libre de lo falso, un hombre así, naturalmente, tiene la intención de comprender; su mente por consiguiente, está quieta espontáneamente, sin compulsión, sin ejercitación. Cuando la mente está serena, tranquila sin buscar respuesta ni solución alguna, sin resistir ni esquivar, sólo entonces puede haber regeneración, porque entonces la mente es capaz de captar lo que es verdadero; y es la verdad lo que libera, no vuestro esfuerzo por ser libre.

domingo, 29 de noviembre de 2020

ACTIVIDAD EGOCÉNTRICA

 CAPÍTULO XIX  

ACTIVIDAD EGOCÉNTRICA 

 La mayoría de nosotros, creo yo, se da cuenta de que toda forma de persuasión, toda clase de alicientes, se nos han ofrecido para resistir las actividades egocéntricas. Mediante el temor, las promesas, el miedo al infierno, toda forma de condenación, las religiones han intentado de diferentes maneras disuadir al hombre de esta constante actividad nacida del centro del “yo”. Habiendo fracasado las religiones, se encargaron de ello las organizaciones políticas. Aquí, nuevamente, la persuasión; aquí, nuevamente, la utópica esperanza final. Contra cualquier forma de resistencia se ha empleado e impuesto toda clase de legislación, desde la muy limitada hasta la extremista, inclusive los campos de concentración; y ello no obstante, continuamos con nuestra actividad egocéntrica. Parece que esa es la única clase de acción que conocemos. Por poco que pensemos al respecto, tratamos de modificarla; si nos damos cuenta de ello, tratamos de cambiar su curso; y en lo fundamental, profundamente, no hay transformación, no hay cesación radical de esa actividad. La gente reflexiva se da cuenta de ello; también percibe que sólo cuando cesa la actividad desde el centro del “yo” puede haber felicidad. La mayoría da por supuesto que la actividad egocéntrica es cosa natural, y que la acción consiguiente es inevitable, pudiendo tan sólo ser modificada, controlada y plasmada. Ahora bien, aquellos que son un poco más serios, más fervorosos, no “sinceros” -porque la sinceridad es el modo de engañarse a sí mismo-, habrán de descubrir cómo el hombre, dándose totalmente cuenta de este extraordinario proceso de la actividad egocéntrica, puede ir más allá. Para comprender qué es esta actividad egocéntrica, es evidente que uno debe examinarla, observarla, darse cuenta del proceso entero. Si uno puede darse cuenta de él, hay entonces la posibilidad de su disolución. Pero el darse cuenta de él requiere cierta comprensión, cierta intención de enfrentar la cosa tal cual es, mirarla tal cual es, y no interpretarla, ni modificarla, ni condenarla. Tenemos que darnos cuenta de lo que hacemos, de toda actividad que proviene de ese estado egocéntrico; debemos ser conscientes de ella. Esa es una de nuestras primordiales dificultades, porque no bien somos conscientes de esa actividad, queremos plasmarla, queremos controlarla, queremos condenarla o modificarla; pero jamás estamos en condiciones de mirarla directamente, y, cuando lo hacemos, muy pocos de nosotros somos capaces de saber qué hacer. Comprendemos que las actividades egocéntricas son perjudiciales, destructivas, y que toda forma de identificación -tales como la identificación con la patria, con determinado grupo, con un deseo en particular, la búsqueda de un resultado aquí o en el más allá, la glorificación de una idea, el seguir un ejemplo, el perseguir la virtud, etc.- es esencialmente la actividad de una persona egocéntrica. Todas nuestras relaciones, con la naturaleza, con la gente, con las ideas, provienen de esa actividad. Sabiendo todo esto, ¿qué habrá uno de hacer? Toda actividad semejante debe tener espontáneamente fin, y no un fin autoimpuesto, ni influido, ni guiado. La mayoría de nosotros nos damos cuenta de que esta actividad egocéntrica causa daño y caos; pero sólo lo percibimos en ciertas direcciones. O bien lo observamos en los demás y lo ignoramos en nuestras propias actividades; o dándonos cuenta, en nuestras relaciones con otros, de nuestra propia actividad egocéntrica, deseamos transformarnos, hallar un substituto, ir más allá. Antes de poder habérnolas con esto debemos saber cómo surge este proceso. ¿No es cierto? Para comprender algo, debemos ser capaces de mirarlo, y, para mirarlo, debemos conocer sus diversas actividades en diferentes niveles, tanto conscientes como inconscientes -las directivas conscientes, como también los movimientos egocéntricos de nuestras intenciones y móviles inconscientes. Sólo soy consciente de esta actividad del “yo”, cuando me opongo, cuando la conciencia se ve frustrada, cuando el “yo” está deseoso de lograr un resultado, ¿no es cierto? O soy consciente de ese centro, cuando el placer termina y quiero más de ese placer; cuando hay resistencia, adapto la mente, de modo intencional, a determinado fin que me brindará una satisfacción, un deleite, me doy cuenta de mí mismo y de mis actividades cuando percibo conscientemente la virtud. Un hombre que busca conscientemente la virtud por cierto no es virtuoso. La humildad no puede buscarse, y esa es la belleza de la humildad. Este proceso egocéntrico es resultado del tiempo, ¿verdad? Mientras exista este centro de actividad en cualquier dirección, consciente e inconsciente, existe el movimiento del tiempo y yo soy consciente del pasado y del presente en conjunción con el futuro. La actividad egocéntrica del yo es un proceso del tiempo. Es la memoria que da continuidad a la actividad del centro, que es el “yo”. Si os observáis y os dais cuenta de este centro de actividad, veréis que él es sólo el proceso del tiempo, de la memoria, de “vivenciar” e interpretar toda experiencia de acuerdo con una memoria; vosotros también veréis que la actividad del “yo” consiste en reconocer, que es también el proceso de la mente. ¿Puede la mente estar libre de todo eso? Ello podrá ser posible en raros momentos; eso podrá acontecernos a la mayoría de nosotros cuando realizamos un acto inconsciente, sin intención y sin objeto, pero ¿será posible que alguna vez la mente esté libre de la actividad egocéntrica? Esa es una pregunta muy importante para hacernos a nosotros mismos porque en el hecho mismo de formulárosla hallaréis la respuesta. Si os dais cuenta del proceso total de esta actividad egocéntrica, si sois plenamente conocedores de sus actividades niveles de vuestra conciencia, entonces, por cierto, tenéis que preguntaros a vosotros mismos si es posible que esa actividad termine. ¿Es posible no pensar en términos de tiempo, no pensar en términos de lo que yo seré, de lo que he sido, de lo que soy? En tal pensamiento se origina todo el proceso de la actividad egocéntrica; también en él tienen comienzo la determinación de llegar a ser algo, la determinación de optar y de evitar, todo lo cual es un proceso de tiempo. En ese proceso vemos producirse infinito daño, miseria, confusión, deformación, deterioro. El proceso del tiempo no es, por cierto, revolucionario. En el proceso del tiempo no hay transformación; sólo hay continuidad y no hay terminación. En el proceso del tiempo hay tan sólo reconocimiento. Sólo cuando cesa completamente el proceso del tiempo, la actividad del “yo”, ocurre una revolución, una transformación, surge lo nuevo. Dándose cuenta de este proceso integro, total, del “yo”, en su actividad, ¿qué habrá de hacer la mente? Lo nuevo sólo adviene con la renovación, con la revolución, no a través de la evolución, ni del devenir del “yo”; adviene cuando el “yo” cesa por completo. El proceso del tiempo no puede traer lo nuevo; el tiempo no es el medio de la creación. No sé si alguno de vosotros ha tenido un momento de creatividad. No hablo de poner en acción alguna visión; quiero significar ese instante de creación en que no hay recordación. En ese instante ocurre ese estado extraordinario en que el “yo” ha cesado en su actividad de reconocer. Si nos damos cuenta, veremos que en ese estado no hay un experimentador que recuerde, interprete, reconozca, y luego identifique; no hay proceso de pensamiento que pertenezca al tiempo. En ese estado de creación, de “creatividad” de lo nuevo, que es atemporal, no hay acción del “yo”, en absoluto. Ahora bien, nuestra pregunta es sin duda ésta: ¿es posible que la mente viva ese estado, que se halle en él, no momentáneamente ni en raros instantes -no quisiera emplear la palabra “eterno” o “por siempre”, porque ello implicaría tiempo-, en ese estado en que el tiempo no cuenta? Eso, por cierto, es un importante descubrimiento que ha de ser hecho por cada uno de nosotros, porque es la puerta del amor. Todas las otras puertas son actividades del “yo”. Donde hay acción del “yo” no hay amor. El amor no pertenece al tiempo. No podéis practicar el amor. Si lo hacéis, ello es entonces una actividad autoconsciente del “yo”, el cual, amando, espera obtener un resultado. El amor no es el tiempo. No podéis dar con él por ningún esfuerzo consciente, por ninguna disciplina, por la identificación, todo lo cual es un proceso de tiempo. La mente, que sólo conoce el proceso del tiempo, no puede reconocer el amor. El amor es la única cosa nueva, eternamente nueva. Es porque la mayoría de nosotros hemos cultivado la mente -la cual es el resultado del tiempo- que no sabemos qué es el amor. Hablamos acerca del amor; decimos que amamos a la gente, a nuestros hijos, a nuestra esposa, al prójimo; decimos que amamos la naturaleza; pero en el momento en que somos conscientes de que amamos, la actividad del “yo” ha surgido; y, por lo tanto, ello deja de ser amor. Este proceso total de la mente ha de ser comprendido tan sólo a través de la relación con la naturaleza, con las personas, con nuestra propia proyección, con todo lo que nos rodea. La vida no es más que relación. Aunque intentemos aislarnos de la relación, no podemos existir sin estar en relación; aunque la vida de relación resulte dolorosa, no podemos escapar de ella mediante el aislamiento, haciéndonos ermitaños, y lo demás. Todos esos métodos son indicios de la actividad del “yo”. Viendo todo este cuadro, dándonos cuenta de todo este proceso del tiempo como conciencia, sin opción alguna, sin ninguna intención ni propósito determinado, sin deseo de resultado alguno, veréis que este proceso del tiempo termina de por sí, no por inducción ni como resultado del deseo. Y sólo cuando ese proceso finaliza adviene el amor, el cual es eternamente nuevo. No necesitamos buscar la Verdad. La Verdad no es algo que se halle muy lejos. Es la verdad acerca de la mente, la verdad acerca de sus actividades, de instante a instante. Si nos damos cuenta de esta verdad de instante en instante, de todo este proceso del tiempo, esta captación deja en libertad la conciencia, o la energía que es inteligencia, que es amor. Mientras la mente utilice la conciencia como actividad del “yo”, surge el tiempo con todas sus miserias, con todos sus conflictos, con todos sus daños, sus engaños intencionales; y sólo cuando la mente, comprendiendo ese proceso total, haya cesado, surgirá el amor.

sábado, 28 de noviembre de 2020

EL AUTOENGAÑO

 CAPÍTULO XVIII

 EL AUTOENGAÑO

 Desearía discutir o considerar la cuestión del autoengaño, las ilusiones a que la mente se entrega y se impone a sí misma y a los demás. Este es un asunto muy serio, sobre todo en una crisis del género de la que el mundo hoy enfrenta. Mas para comprender todo este problema del autoengaño, debemos seguirlo no sólo en el nivel verbal, sino intrínsecamente, fundamental y hondamente. Se nos satisface demasiado fácilmente con palabras y contrapalabras; somos sabihondos, y siéndolo, todo lo que podemos hacer es esperar que algo ocurra. Vemos que la explicación de la guerra no detiene la guerra; hay innumerables historiadores, teólogos y gente religiosa que explican la guerra y cómo ella se origina; pero las guerras han de continuar, tal vez más destructivas que nunca. Aquellos de nosotros que somos realmente serios debemos ir más allá de la palabra, debemos buscar esta revolución fundamental dentro de nosotros mismos; ese es el único remedio que puede producir una duradera y fundamental redención del género humano. Análogamente, cuando discutimos esta clase de autoengaño, creo que deberíamos estar en guardia contra cualesquiera explicaciones y réplicas superficiales. Deberíamos, si puedo sugerirlo, no sólo escuchar a un orador, sino prestar atención al problema tal como lo conocemos en nuestra vida diaria; esto es, deberíamos observarnos a nosotros mismos en el pensar y en la acción, observarnos para ver cómo afectamos a los demás y cómo procedemos a actuar por impulso propio. ¿Cual es la razón, la base del autoengaño? ¿Cuántos de nosotros se dan realmente cuenta de que nos engañamos a nosotros mismos? Antes de que contestar la pregunta “¿qué es el autoengaño y como surge?”, debemos darnos cuenta de que nos engañamos a nosotros mismos. ¿No es así? ¿Sabemos que nos engañamos a nosotros mismos? ¿Qué entendemos por este engaño? Creo que ello es muy importante; porque, cuanto más nos engañamos a nosotros mismos, mayor es la fuerza del engaño que nos brinda cierta vitalidad, cierta energía, cierta capacidad, lo cual hace que impongamos nuestro engaño a los demás. Gradualmente, pues, no sólo imponemos el engaño a nosotros mismos sino a otras personas. Es un proceso recíproco de autoengaño, ¿Nos damos cuenta de este proceso porque nos creemos muy capaces de pensar claramente, con un propósito directamente? ¿Nos damos cuenta de que en este proceso de pensar hay autoengaño? ¿No es el pensamiento en sí un proceso de busca, una búsqueda de justificación, de seguridad, de autoprotección, un deseo de que se piense bien de uno, un deseo de tener posición, prestigio y poder? ¿No es este deseo de ser, en lo político o en lo religioso y social, la causa misma del autoengaño? En el momento en que deseo otra cosa que las necesidades puramente materiales, ¿no produzco, no provoco un estado en el que fácilmente se acepta? Tomemos como ejemplo esto: quiero saber qué ocurre después de la muerte, cosa en la que muchos de nosotros estamos interesados, y cuanto más viejos somos, más interesados estamos. Queremos saber la verdad al respecto. ¿Cómo la encontraremos? Por cierto que no mediante la lectura ni las diferentes explicaciones. ¿Cómo, entonces, descubriréis? Primero debéis purgar vuestra mente, en forma completa, de todo factor que se interponga, de toda esperanza, de todo deseo de continuar, de todo deseo de descubrir qué hay del otro lado. Como la mente busca en todo instante seguridad, tiene el deseo de continuar y espera que haya un medio de realización, una existencia futura. Una mente así, aunque busque la verdad sobre la vida después de la muerte, sobre la reencarnación o lo que sea, es incapaz de descubrir esa verdad. ¿No es cierto? Lo importante no es que la reencarnación sea o no verdad, sino como la mente busca justificación mediante el autoengaño, de un hecho que puede o no ser. Lo importante, pues, es el enfoque del problema, saber con qué móviles, con qué impulso, con qué deseo lo abordáis. El buscador se impone siempre a sí mismo este engaño. Nadie se lo puede imponer; él mismo lo hace. Creamos el engaño y luego nos convertimos en sus esclavos. De suerte que el factor fundamental del autoengaño es este constante deseo de ser algo en este mundo y en el otro. Conocemos el resultado de querer ser algo en este mundo: total confusión, en la que cada cual compite con el otro, en el que cada cual destruye al otro en nombre de la paz. Ya conocéis todo el juego de unos con otros, que es una forma extraordinaria de autoengaño. Similarmente, deseamos en el otro mundo seguridad, una posición. Empezamos, pues, a engañarnos a nosotros mismos en el momento en que surge este impulso de ser, de llegar a ser algo, o de lograr. Es muy difícil para la mente librarse de eso. Ese es uno de los problemas básicos de nuestra vida. ¿Es posible vivir en el mundo y no ser nada? Porque sólo entonces se está libre de todo engaño, porque sólo entonces la mente no busca un resultado, ni una respuesta satisfactoria, ni forma alguna de justificación, ni seguridad en ninguna forma ni en ninguna relación. Eso ocurre tan sólo cuando la mente comprende las posibilidades y sutilezas del engaño, y por lo tanto, con comprensión, la mente abandona toda forma de justificación, de seguridad, lo cual significa que la mente es entonces capaz de ser completamente “nada”. ¿Es ello posible? Mientras nos engañamos a nosotros mismos en cualquier forma, no puede haber amor. Mientras la mente sea capaz de crear e imponerse a sí misma una ilusión, es evidente que se aparta de la comprensión colectiva o integrada. Esa es una de nuestras dificultades. No sabemos cómo cooperar; todo lo que sabemos es que tratamos de trabajar juntos hacia un fin que ambos establecemos. Sólo puede haber cooperación cuando vosotros y yo no tenemos un objetivo común creado por el pensamiento. Lo importante de comprender es que la cooperación sólo es posible cuando nada deseamos ser, vosotros ni yo. Cuando vosotros y yo deseamos ser algo, tórnase necesaria la creencia y todo lo demás. Así como una utopía autoproyectada. Mas si vosotros y yo creamos anónimamente sin engañarnos a nosotros mismos, sin barreras de creencias y conocimiento, sin deseo de estar en seguridad, entonces hay verdadera cooperación. ¿Será posible que nosotros cooperemos, que estemos juntos sin un fin, sin un propósito, que ni vosotros ni yo buscamos? ¿Podemos vosotros y yo trabajar juntos sin buscar un resultado? Eso, por cierto, es verdadera cooperación. ¿No es así? Si vosotros y yo pensamos acabadamente en un resultado, lo planeamos, lo ponemos en ejecución, y juntos trabajamos para lograr ese resultado, ¿cuál es entonces el proceso que ello involucra? Nuestras mentes coinciden, nuestros pensamientos, nuestros intelectos, por supuesto, se entienden; pero emocionalmente, tal vez, todo el ser se resiste a ello, lo cual produce engaño, y éste trae conflicto entre vosotros y yo. Se trata de un hecho evidente, observable en nuestra vida diaria. Vosotros y yo acordamos intelectualmente hacer determinado trabajo; pero inconscientemente, en lo profundo, estamos en lucha unos contra otros. Yo deseo un resultado a mi satisfacción, deseo dominar, quiero que mi nombre esté antes del vuestro, si bien se dice que colaboro con vosotros. De suerte que vosotros y yo, que somos los autores de ese plan, en realidad nos oponemos unos a otros, aun cuando exteriormente vosotros y yo estemos de acuerdo acerca del plan. ¿No es importante, pues, averiguar si vosotros y yo podemos cooperar, estar en comunión, vivir juntos en un mundo en que vosotros y yo somos como la nada; si nosotros somos real y verdaderamente capaces de colaborar, no en el nivel superficial sino fundamentalmente? Ese es uno de nuestros problemas, quizá el mayor. Yo me identifico con un objeto o propósito, y vosotros os identificáis con el mismo objeto; por ambas partes estamos interesados en él y tenemos la intención de realizarlo. Este proceso de pensar es ciertamente muy superficial, porque mediante la identificación producimos separación, cosa evidente en nuestra vida diaria. Vosotros sois hindúes y yo católico; por ambas partes predicamos la fraternidad y nos vamos a las manos. ¿Por qué? Ese es uno de nuestros problemas, ¿verdad? Inconscientemente y en lo profundo, vosotros tenéis vuestras creencias y yo las mías. Con hablar de fraternidad no hemos resuelto para nada el problema de la creencia, pero teórica e intelectualmente, nada más, hemos acordado que debe resolverse; en lo íntimo y en lo profundo estamos unos contra otros. Hasta que disolvamos esas barreras que son un autoengaño, que nos brindan cierta vitalidad, no puede haber cooperación entre vosotros y yo. Identificándonos con un grupo, con una idea en particular, con determinado país, jamás podremos establecer cooperación. La creencia no trae cooperación; por el contrario, ella divide. Vemos cómo un partido político está contra otro, cada cual con su creencia en determinada manera de entender los problemas económicos, lo que hace que estén todos ellos en guerra unos con otros. No están dispuestos a resolver el problema del hambre, por ejemplo. Le interesan las teorías que habrán de resolver ese problema. No están realmente preocupados con el problema en sí sino con el método por el cual el problema habrá de ser resuelto. Tiene, pues, que haber disputas entre ellos, puesto que les interesa la idea y no el problema. De un modo análogo, las personas religiosas están las unas contra las otras aunque verbalmente digan que todos tienen una vida, un Dios; todo eso lo sabéis. Pero en su fuero interno, sus creencias, sus opiniones, sus experiencias, los destruyen y los mantienen separados. La experiencia llega a ser un factor de división en nuestras relaciones humanas; la experiencia es una senda de engaño. Si he experimentado algo, a ello me apego; no examino el problema total del proceso de “vivenciar”; pero, como he experimentado, eso resulta suficiente y a ello me aferro, con lo cual me impongo el engaño a través de esa experiencia. Nuestra dificultad es, pues, que cada uno de nosotros está tan identificado con una creencia en particular, con determinada forma o método de lograr felicidad, ajuste económico, que nuestra mente es cautiva de eso y resultamos incapaces de ahondar más en el problema; por lo tanto deseamos mantenernos individualmente apartados en nuestras particulares modalidades, creencias y experiencias. Hasta que las comprendamos y disolvamos, no sólo en el nivel superficial sino también en el nivel más profundo, no puede haber paz en el mundo. Por eso es importante que los que son realmente serios comprendan todo este problema: el deseo de llegar a ser algo, de lograr, de ganar, no sólo en el nivel superficial sino fundamental y hondamente. De otro modo no puede haber paz en el mundo. La Verdad no es algo que haya de ser logrado. El amor no puede llegar a aquellos que tienen un deseo de aferrarse a él o que gustan de identificarse con él. Tales cosas, por cierto, llegan cuando la mente no busca, cuando la mente está del todo quieta, cuando la mente ya no engendra movimientos y creencias de los que puede depender, o de los que deriva cierta fuerza, lo cual es indicio de autoengaño. Sólo cuando la mente comprende todo este proceso del deseo, puede ella estar en silencio. Sólo entonces la mente no está activa para ser o para no ser, sólo entonces existe la posibilidad de un estado en el cual no hay ningún género de engaño

viernes, 27 de noviembre de 2020

LA FUNCIÓN DE LA MENTE

 CAPÍTULO XVII

 LA FUNCIÓN DE LA MENTE 

Cuando observáis vuestra propia mente, observáis no sólo los niveles de la mente llamados superficiales, sino también lo inconsciente; veis lo que la mente hace en realidad. ¿No es así? Esa es la única manera de poder investigar. No habréis de sobreponerle lo que ella debiera hacer, como debiera pensar o cómo debiera actuar, y lo demás. Eso equivaldría a hacer meras afirmaciones. Esto es, si decís que la mente debería ser esto o no debería ser aquello, entonces suspendéis toda investigación y todo pensar; o si citáis alguna autoridad superior, igualmente dejáis de pensar. ¿No es cierto? Si citáis a Buda, o a Cristo, o a fulano, zutano o mengano, con ello termina toda busca, todo pensar y toda investigación. Es preciso, pues, guardarse de ello. Debéis dejar de lado todas estas sutilezas de la mente, si deseáis investigar este problema del “yo”, conmigo. ¿Cuál es la función de la mente? Para descubrirlo, debéis saber qué es lo que la mente hace en realidad. ¿Qué hace vuestra mente? Todo ello es un proceso de pensar. ¿No es así? De otro modo no interviene la mente. Mientras la mente no esté pensando consciente o inconscientemente, no hay conciencia. Tenemos que descubrir qué hacen, con relación a nuestros problemas, la mente que empleamos en nuestra vida diaria y asimismo la mente de la cual la mayoría de nosotros no somos conscientes. Debemos mirar la mente tal cual es y no tal como debiera ser. Ahora bien, ¿qué es la mente en su funcionamiento? Ella es, de hecho, un proceso de aislamiento. ¿No es cierto? Ella es eso, fundamentalmente. Eso es el proceso del pensamiento. Es el pensar en forma aislada, que sin embargo, sigue siendo colectiva. Cuando observéis vuestro propio pensar, veréis que es un proceso aislado, fragmentario. Pensáis conforme a vuestras reacciones -las reacciones de vuestra memoria, de vuestra experiencia, de vuestro conocimiento, de vuestra creencia. Ante todo eso reaccionáis. ¿No es cierto? Si yo digo que debe haber una revolución fundamental, vosotros reaccionáis de inmediato. Pondréis reparos a esa palabra “revolución” si tenéis fuertes intereses creados, espirituales o de otra índole. Vuestra reacción depende, pues, de vuestros conocimientos, de vuestra creencia, de vuestra experiencia. Ese es un hecho evidente. Hay diversas formas de reacción. Decís “debo ser fraternal”, “debo cooperar”, “debo ser amigable”, “debo ser bondadoso”, etc. ¿Qué es todo esto? Todo esto son reacciones; pero la reacción fundamental del pensar es un proceso de aislamiento. Cada uno de vosotros estáis vigilando el proceso de vuestra propia mente; lo cual significa que observáis vuestra propia acción, creencia, conocimiento, experiencia. Todo ello brinda seguridad. ¿No es así? Brinda seguridad al proceso del pensar, le da fuerza. Ese proceso no hace sino vigorizar el “yo”, la mente, el ego, sea que le llaméis superior o inferior. Todas nuestras religiones, todas nuestras sanciones sociales, todas nuestras leyes son para apoyo del individuo, del “yo” individual, de la acción separativa; y en oposición a eso está el Estado totalitario. Si ahondáis más en lo inconsciente, ahí también está en acción el mismo proceso. Ahí somos lo colectivo influido por el ambiente, por el clima, por la sociedad, por el padre, la madre, el abuelo. Ahí está asimismo el deseo de afirmar, de dominar como individuo, como el “yo”. ¿La función de la mente, tal como la conocemos y a diario funcionamos, no es, pues, un proceso de aislamiento? ¿No buscáis acaso la salvación individual? Habréis de ser alguien en lo futuro; en esta misma vida habréis de ser grandes hombres, grandes escritores. Toda nuestra tendencia es la de estar separados. ¿Puede la mente hacer algo que no sea eso? ¿Resulta posible para la mente no pensar de modo separativo, como encerrada en sí misma, fragmentariamente? Eso es imposible. De modo que adoramos la mente; la mente es importante en extremo. ¿No sabéis cuánta importancia adquirís en la sociedad no bien sois un tanto astutos, alertas, y tenéis un poco de información y conocimientos acumulados? Habéis visto el culto que rendís a los que son intelectualmente superiores, a los abogados, profesores, oradores, grandes escritores, a los que explican y exponen. Habéis cultivado el intelecto y la mente. La función de la mente es ser separada; de otro modo vuestra mente no interviene. Habiendo cultivado este proceso durante siglos, hallamos que no podemos cooperar; sólo somos impulsados, compelidos, movidos por el temor, por la autoridad, ya sea económica o religiosa. Si ese es el estado existente, no sólo en el nivel consciente sino también en los niveles más profundos, en nuestros móviles, nuestras intenciones, nuestros empeños, ¿cómo puede haber cooperación? ¿Cómo puede haber inteligente unión para hacer alguna cosa? Como eso es casi imposible las religiones y partidos sociales organizados imponen al individuo ciertas formas de disciplina. La disciplina vuélvese entonces imperativa para reunirse y hacer cosas mancomunadamente. Hasta que comprendamos cómo ir más allá de este pensar egocéntrico, de este proceso de dar énfasis al “yo”, a lo mío, en forma colectiva o en forma individual, no tendremos paz; tendremos constantes conflictos y guerras. Nuestro problema es poner fin al proceso separativo del pensamiento. ¿Puede acaso el pensamiento destruir el “yo”, siendo el pensamiento el proceso de verbalización y de reacción? El pensamiento no es nada más que reacción; el pensamiento no es creativo. ¿Puede el pensamiento poner fin a sí mismo? Eso es lo que estamos tratando de descubrir. Cuando mi línea de pensamiento es ésta: “debo disciplinarme”; “debo identificarme”; “debo pensar con más propiedad”; “debo ser esto o aquello”, el pensamiento se fuerza a sí mismo, se disciplina, se impele a ser algo o a no ser algo. ¿No es eso un proceso de aislamiento? No es, por tanto, la inteligencia integrada que puede funcionar como un todo, y de la cual tan sólo puede provenir la cooperación. ¿Cómo habréis de llegar al fin del pensamiento; o, más bien, cómo habrá de llegar a su fin el pensamiento que es aislado, fragmentario y parcial? ¿Como empezar? ¿Vuestra llamada disciplina lo destruirá? Es evidente que durante estos largos años no lo habéis logrado; de no ser así, no estaríais aquí. Debéis examinar el proceso disciplinario que es tan sólo un proceso de pensamiento en el que hay sujeción, represión, control, dominación; todo lo cual afecta lo inconsciente, que se impone más tarde, a medida que envejecéis. Habiendo ensayado en vano la disciplina durante tanto tiempo, debéis haber hallado que la disciplina, evidentemente, no es el proceso para destruir el “yo”. El “yo” no puede ser destruido mediante la disciplina, porque la disciplina es un proceso de fortalecimiento del “yo”. Ello no obstante, todas vuestras religiones la sostienen; todas vuestras meditaciones, vuestras afirmaciones, se basan en eso. ¿El conocimiento destruirá el “yo”? ¿Lo destruirá la creencia? En otros términos, ¿todo lo que actualmente hacemos, todas las actividades en que hoy estamos empeñados para llegar hasta la raíz del “yo”, tendrá todo eso buen éxito? ¿No es todo eso fundamentalmente desperdiciado en un proceso de pensamiento que es un proceso de aislamiento, un proceso de reacción? ¿Qué es lo que hacéis cuando os dais cuenta a fondo, con hondura, que el pensamiento no puede poner fin a sí mismo? ¿Qué ocurre? Observaos, señores. Cuando os dais plena cuenta de este hecho, ¿qué acontece? Comprendéis entonces que cualquier reacción es condicionada, y que ni al comienzo ni al fin puede haber libertad a través del condicionamiento. La libertad es siempre al comienzo y no al fin. Cuando comprendéis que cualquier reacción es una forma de condicionamiento y que por lo tanto da continuidad al “yo” de diferentes maneras, ¿qué es lo que ocurre en realidad? A este respecto tenéis que ser bien claros. La creencia, el conocimiento, la disciplina, la experiencia, todo el proceso de lograr un resultado o alcanzar un fin, la ambición, el llegar a ser algo en esta vida o en una futura; todo eso es un proceso de aislamiento, un proceso que trae destrucción, desdicha, guerras a las que no se puede escapar mediante la acción colectiva, por grande que sea para vosotros la amenaza de los campos de concentración y todo lo demás. ¿Os dais cuenta de ese hecho? ¿Cuál es el estado de la mente que dice “es así”, “ese es mi problema”, “he ahí exactamente donde estoy”, “yo veo lo que el conocimiento y la disciplina pueden hacer, lo que hace la ambición”? Ya hay, por cierto, un proceso diferente en acción, si veis todo eso. Vemos los caminos del intelecto. No vemos la senda del amor; la senda del amor no ha de hallarse a través del intelecto. El intelecto con todas sus ramificaciones, con todos sus deseos, ambiciones, empeños, debe cesar para que el amor surja a la existencia. ¿No sabéis que cuando amáis cooperáis, no pensáis en vosotros mismos? Esa es la más elevada forma de inteligencia -no el que améis como un ser superior o el que estéis en buena posición, lo cual no es sino miedo. Cuando están ahí vuestros intereses creados, no puede haber amor; sólo existe el proceso de explotación que nace del miedo. De suerte que el amor sólo puede surgir cuando la mente no interviene. Debéis, pues, comprender todo el proceso de la mente, la función de la mente. Es sólo cuando sabemos amarnos los unos a los otros, cuando puede haber cooperación, cuando puede funcionar la inteligencia, cuando puede haber acuerdo sobre cualquier cuestión. Sólo entonces resulta posible descubrir qué es Dios, qué es la Verdad. Ahora procuramos hallar la verdad a través del intelecto, mediante la imitación, lo cual es idolatría. Sólo cuando descartáis completamente, gracias a la comprensión, toda la estructura del “yo”, adviene aquello que es eterno, atemporal, inconmensurable. No podéis ir a ello; ello viene a vosotros.

jueves, 26 de noviembre de 2020

¿PUEDE EL PENSAMIENTO RESOLVER NUESTROS PROBLEMAS?

 CAPÍTULO XVI

 ¿PUEDE EL PENSAMIENTO RESOLVER NUESTROS PROBLEMAS?

 El pensamiento no ha resuelto nuestros problemas, ni creo que jamás los resolverá. Hemos contado con el intelecto para que nos muestre cómo salir de nuestra complejidad. Cuanto más astuto, repugnante y sutil es el intelecto, mayor es la variedad de sistemas, de teorías y de ideas. Y las ideas no resuelven ninguno de nuestros problemas humanos; jamás lo han hecho ni jamás lo harán. En la mente no está la solución; la senda del pensamiento no es, evidentemente, la vía de salida de nuestras dificultades. Y nosotros, a mi entender, debiéramos primero comprender este proceso del pensar; y tal vez pudiéramos ir más allá, pues cuando el pensamiento cese, nos será quizá posible hallar algo que nos ayude a resolver nuestros problemas, no sólo los individuales, sino también los colectivos. El pensamiento no ha resuelto nuestros problemas. Los intelectuales, los filósofos, los eruditos, los dirigentes políticos, no han resuelto realmente ninguno de nuestros problemas humanos, es decir, las relaciones entre vosotros y los demás, entre vosotros y yo mismo. Hasta ahora nos hemos valido de la mente, del intelecto, para ayudarnos a investigar el problema, con lo cual esperamos hallar una solución. ¿Podrá alguna vez el pensamiento disolver nuestros problemas? ¿No es el pensamiento -salvo en el laboratorio o en el tablero de dibujar- siempre autoprotector, autoperpetuador, condicionado? ¿No es egocéntrica su actividad? ¿Y puede jamás el pensamiento así resolver alguno de los problemas que el pensamiento mismo ha creado? ¿Puede la mente, que ha creado los problemas, resolver esas cosas que ella misma ha producido? Lo cierto es que el pensar es una reacción; si os hago una pregunta, a eso respondéis. Respondes según vuestra memoria, vuestros prejuicios, vuestra educación, de acuerdo con el clima, a todo el trasfondo de vuestro condicionamiento; contestáis de acuerdo con eso, de acuerdo con eso pensáis. El centro de este trasfondo es el “yo”, en el proceso de la acción. Mientras ese trasfondo no sea comprendido, mientras ese proceso de pensar, ese “yo” que crea el problema, no sea comprendido y no se le ponga fin, tendremos forzosamente conflicto dentro y fuera de nosotros mismos, en el pensamiento, en la emoción, en la acción. Ninguna solución de ningún género, por inteligente y bien pensada que sea, jamás podrá dar fin al conflicto entre hombre y hombre, entre vosotros y yo. Y comprendiendo esto, dándonos cuenta de cómo y de qué fuente el pensamiento surge, nos preguntamos luego: ¿podrá jamás el pensamiento cesar? Ese es uno de los problemas, ¿verdad? ¿Puede el pensamiento resolver nuestros problemas? ¿Pensando acerca del problema lo habéis resuelto? ¿Los problemas de cualquier género -económicos, sociales, religiosos- han sido realmente resueltos alguna vez por el pensamiento? En vuestra vida diaria, cuanto más pensáis en un problema, tanto más complejo, irresoluble e incierto se vuelve. ¿No es eso así en la realidad de nuestra vida diaria? Puede que, al reflexionar sobre ciertas facetas del problema, veáis más claramente el punto de vista de otra persona. Pero el pensamiento no puede ver la totalidad y la plenitud del problema; sólo puede ver parcialmente, y una respuesta parcial no es una respuesta completa y por lo tanto no es una solución. Cuanto más pensamos acerca de un problema, cuanto más lo investigamos, analizamos y discutimos, tanto más complejo se vuelve. ¿Será, pues, posible mirar el problema de un modo comprensivo, total? ¿Y cómo será ello posible? Porque ésa, a mi entender, es nuestra principal dificultad. Nuestros problemas se multiplican; hay inminente peligro de guerra, toda clase de perturbaciones en nuestra vida de relación, ¿y cómo podremos comprender todo eso comprensivamente, como un todo? Es evidente que eso puede ser resuelto tan sólo cuando podemos mirarlo como un todo, no en compartimentos, no dividido. ¿Y cuándo es eso posible? Sólo resulta posible, ciertamente, cuando el proceso de pensar -que tiene su origen en el “yo”, en el ego, en el trasfondo de tradición, de condicionamiento, de prejuicio, de esperanza, de desesperación- ha finalizado. ¿Podemos, pues, comprender este “yo”, no analizándolo, sino viendo la cosa tal como es, dándonos cuenta de ella como un hecho y no como una teoría? No se trata de buscar la disolución del “yo”, a fin de lograr un resultado, sino de ver la actividad del ego, del “yo”, constantemente en acción. ¿Podemos mirarlo sin hacer esfuerzo alguno para destruirlo ni para alentarlo? Ese es el problema, ¿no es así? Lo cierto es que si en cada uno de nosotros el centro del “yo” deja de existir, con su deseo de poder, de posición, de autoridad, de continuación, de autopreservación, nuestros problemas habrán terminado. El “yo” es un problema que el pensamiento no puede resolver. Debe haber una clara conciencia que no es del pensamiento. Darse cuenta, sin condenación ni justificación, de las actividades del “yo” -captarlas, nada mas- resulta suficiente. Porque si os dais cuenta a fin de descubrir cómo resolver el problema, a fin de transformarlo, a fin de producir un resultado, entonces ello sigue estando dentro del ámbito del ego, del “yo”. Mientras busquemos un resultado, sea mediante el análisis, la clara conciencia, el examen constante de cada pensamiento, seguimos dentro del campo del pensamiento, esto es, dentro del ámbito del “mí”, del “yo”, del “ego” o de lo que os plazca. Mientras exista la actividad de la mente, no puede por cierto haber amor. Cuando haya amor no tendremos problemas sociales. Pero el amor no es algo que haya de adquirirse. La mente puede buscar adquirirlo, como se adquiere una idea nueva, un artefacto nuevo, una nueva manera de pensar; pero la mente no puede hallarse en estado de amor mientras esté empeñada en lograr el amor. Mientras la mente busque hallarse en un estado de “no codicia”, ella sigue siendo codiciosa, sin duda. ¿No es así? De un modo análogo, mientras la mente anhele, desee, practique, a fin de hallarse en un estado en el que hay amor, lo cierto es que ella será una negación de ese estado, ¿verdad? Viendo, pues, este problema, este complejo problema del vivir, y dándonos cuenta del proceso de nuestro propio pensar, y comprendiendo que en realidad él no conduce a parte alguna, cuando eso lo captamos profundamente, entonces, por cierto, hay un estado de inteligencia que no es individual ni colectivo. En tal caso el problema de las relaciones del individuo con la sociedad, del individuo con la comunidad, del individuo con la realidad, cesa; porque entonces hay sólo inteligencia, la cual no es personal ni impersonal. Es esta inteligencia únicamente, en mi sentir, lo que puede resolver nuestros inmensos problemas. Y eso no puede ser un resultado; adviene tan sólo cuando comprendemos este proceso total del pensar, íntegramente, no sólo en el nivel consciente sino también en los más profundos y ocultos niveles de la conciencia. Para comprender cualquiera de estos problemas debemos tener una mente muy tranquila, muy serena, para que ella pueda mirar el problema sin interponer ideas, teorías, sin distracción alguna. Y esa es una de nuestras dificultades, porque el pensamiento ha llegado a ser una distracción. Cuando deseo comprender, examinar algo, no tengo que pensar en ello: lo miro. En el momento en que me pongo a pensar, a tener ideas, opiniones al respecto, ya me hallo en un estado de distracción, desviada la atención de aquello que debo comprender. De suerte que el pensamiento, cuando tenéis un problema, se convierte en distracción -el pensamiento es idea, opinión, juicio, comparación- que nos impide mirar y con ello comprender y resolver el problema. Mas por desgracia, para la mayoría de nosotros el pensamiento ha adquirido gran importancia. Vosotros decís: “¿Cómo puedo existir, ser, sin pensar? ¿Cómo puedo tener la mente en blanco?” Tener la mente en blanco es encontrarse en un estado de estupor, de idiotez, de lo que sea, y vuestra reacción instintiva es rechazarlo. Pero una mente muy quieta, una mente que no está distraída por su propio pensar, una mente abierta, puede por cierto mirar el problema de un modo muy directo y muy simple. Y esta capacidad de mirar sin distracción nuestros problemas, es la única solución. Para ello tiene que haber una mente quieta, una mente tranquila. Una mente así no es un resultado, no es el producto final de una práctica, de la meditación, del control. No surge mediante forma alguna de disciplina, compulsión o sublimación, ni por esfuerzo alguno del “yo”, del pensamiento; surge cuando comprendo todo el proceso de pensar, cuando puedo ver un hecho sin ninguna distracción. En ese estado de tranquilidad de una mente que está de veras en silencio, hay amor. Y el amor es lo único que puede resolver todos nuestros problemas humanos. 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

EL PENSADOR Y EL PENSAMIENTO

 CAPÍTULO XV

 EL PENSADOR Y EL PENSAMIENTO

 En todas nuestras experiencias hay siempre el experimentador, el observador que acopia más y más para sí, o hace abnegación de sí mismo. ¿No es ese un proceso equivocado? ¿Y no es ese un empeño que no hace surgir el estado creador? ¿Si es un proceso equivocado, podemos borrarlo completamente y dejarlo de lado? Eso puede tan sólo ocurrir cuando yo experimento, no como lo hace un pensador, sino cuando me doy cuenta del falso proceso y veo que sólo hay un estado en el cual el pensador es el pensamiento. Mientras yo esté experimentando, mientras esté “llegando a ser algo”, tiene que haber tal acción dualista; tiene que haber pensador y pensamiento, dos procesos separados en acción. No hay integración, siempre hay un centro que opera por medio de la voluntad, un centro de acción por ser o no ser: en lo colectivo, en lo individual, en lo nacional, y lo demás. Este es universalmente el proceso. Mientras el esfuerzo esté dividido en experimentador y experiencia, tiene que haber deterioro. La integración sólo es posible cuando el pensador ya no es el observador. Esto es, actualmente sabemos que hay el pensador y el pensamiento, el observador y lo observado, el experimentador y la experiencia; hay dos estados diferentes. Nuestro empeño es tender un puente entre los dos. La acción de la voluntad es siempre dualista. ¿Es posible ir más allá de esta voluntad que es separativa, y descubrir un estado en que no haya esa acción dualista? Eso puede hallarse tan sólo cuando experimentamos directamente el estado en que el pensador es el pensamiento. Ahora creemos que el pensamiento está separado del pensador, ¿pero es así? Nos agradaría creer que lo está porque entonces el pensador puede explicar las cosas a través de su pensamiento. El esfuerzo del pensador consiste en llegar a ser más o llegar a ser menos; y, por lo tanto, en esa lucha, en esa acción de la voluntad, en el “llegar a ser” algo, está siempre el factor de deterioro; perseguimos un proceso falso y no un proceso verdadero. ¿Hay división entre el pensador y el pensamiento? Mientras ellos estén separados, divididos, nuestro esfuerzo se disipa; perseguimos un proceso falso que es destructivo y que es el factor de deterioro. Creemos que el pensador está separado del pensamiento. Cuando hallo que soy codicioso, posesivo, brutal, pienso que yo no debiera ser todo eso. El pensador trata entonces de alterar sus pensamientos o sentimientos, y por lo tanto se hace un esfuerzo por “llegar a ser” algo; y en ese proceso de esfuerzo, él persigue la falsa ilusión de que hay dos procesos separados, mientras hay un proceso tan sólo. Creo que ahí está el principal factor de deterioro. ¿Es posible experimentar ese estado en que sólo hay una entidad y no dos procesos separados, el experimentador y la experiencia? Tal vez entonces descubriremos lo que es el ser creador; y qué es el estado en el que no hay deterioro en momento alguno, en cualesquiera relaciones en las que el hombre pueda hallarse. Soy codicioso. Yo y la codicia no son dos estados diferentes; hay sólo una cosa, y ello es la codicia. Si me doy cuenta de que soy codicioso, ¿qué acontece? Que entonces hago un esfuerzo por no ser codicioso, sea por razones sociológicas o por razones religiosas. Ese esfuerzo siempre será en un círculo limitado y pequeño; podré extender el círculo, pero él es siempre limitado. Por lo tanto el factor de deterioro está ahí. Mas cuando miro un poco más profunda y atentamente, veo que el que hace el esfuerzo es la causa de la codicia y es la codicia misma; y también veo que no hay un “yo” que exista aparte de la codicia, y que sólo hay codicia. Si me doy cuenta de que soy codicioso, de que no hay observador que sea codicioso sino que yo mismo soy la codicia, entonces toda nuestra cuestión es enteramente diferente; nuestra respuesta a ella es del todo diferente, y entonces nuestro esfuerzo no es destructivo. ¿Qué haréis cuando todo vuestro ser es codicia, cuando cualquier acción vuestra es codicia? Pero infortunadamente no pensamos en esa dirección. Está el “yo”, el ente superior, el soldado que controla, que domina. Pura mí ese proceso es destructivo. Es una ilusión, y sabemos por qué hacemos eso. Me divido a mí mismo en lo elevado y lo bajo, a fin de continuar existiendo. Si sólo hay codicia, completamente; si no estoy “yo” gobernando la codicia, y soy por entero la codicia, ¿qué ocurre entonces? Entonces, por cierto, funciona un proceso del todo diferente, surge un problema diferente. Es ese problema lo creador, en lo cual no hay sentido de un “yo” dominando, llegando a ser algo, positiva o negativamente. Debemos realizar ese estado si quisiéramos ser creadores. En ese estado no existe el que se esfuerza. No se trata de verbalizar ni de intentar descubrir qué es ese estado; si empezáis de esa manera, lo perderéis y jamás lo encontraréis. Lo importante es ver que el autor del esfuerzo y el objeto hacia el cual él se esfuerza, son lo mismo. Eso requiere comprensión enormemente grande, vigilancia, para ver cómo la mente se divide a sí misma en lo elevado y lo bajo; lo elevado es la seguridad, la entidad permanente pero que sigue siendo un proceso de pensamiento y por lo tanto de tiempo. Si esto podemos comprenderlo como vivencia directa, veréis entonces surgir un factor del todo diferente.

martes, 24 de noviembre de 2020

RELACIÓN Y AISLAMIENTO

CAPÍTULO XIV

  RELACIÓN Y AISLAMIENTO

 La vida es experiencia, experiencia en la vida de relación. No se puede vivir en el aislamiento. La vida es, pues, convivencia, y ésta es acción. ¿Cómo puede tenerse esa capacidad para comprender la relación que es la vida? ¿No significa la relación, además de comunión con las personas, intimidad con las cosas e ideas? La vida es relación, que se expresa mediante el contacto con cosas, personas e ideas. Comprendiendo la relación, tendremos capacidad para hacer frente plena y adecuadamente a la vida. Nuestro problema no es, pues, la capacidad -ésta no es independiente de la relación- sino más bien la comprensión de la convivencia, que naturalmente producirá capacidad de pronta flexibilidad, pronta adaptación y pronta respuesta. La vida de relación es sin duda el espejo en el cual os descubrís a vosotros mismos. Sin convivencia, no sois. Ser es estar relacionado; estar relacionado es existir. Sólo existís en la relación; fuera de ella no existís, la existencia carece de sentido. No es porque pensáis que sois, que surgís a la existencia. Existís porque estáis relacionados; y es la falta de comprensión de la relación lo que causa conflictos. Ahora bien: no hay comprensión de la convivencia porque nos servimos de ésta como simple medio de promover la realización, la transformación, el devenir. La convivencia, empero, es un medio de autodescubrimiento porque la relación es ser, es existencia. Sin relación, no soy. Para comprenderme a mí mismo debo comprender la relación. Ésta es el espejo en que puedo mirarme. Dicho espejo puede estar deformado o puede estar como es y reflejar lo que es. Pero la mayoría de nosotros ve en esa relación, en ese espejo, las cosas que más nos agradaría ver; no vemos lo que es. Preferimos idealizar, evadirnos, vivir en el futuro en vez de entender la convivencia en el inmediato presente. Ahora bien, si examinamos nuestra vida, nuestras relaciones con los demás, veremos que es un proceso de aislamiento. El prójimo, en realidad, no nos interesa; aunque hablemos bastante al respecto, el hecho es que no nos interesa. Sólo estamos relacionados con alguien mientras esa relación nos resulta grata, mientras nos brinda un refugio, mientras nos satisface. Pero no bien sufre ella una perturbación que a nosotros nos produce incomodidad, dejamos de lado esa relación. En otros términos: sólo hay relación mientras estamos satisfechos. Esto podrá parecer desagradable, pero si realmente examináis vuestra vida con atención, veréis que se trata de un hecho; y el eludir un hecho es vivir en la ignorancia, lo cual jamás podrá producir verdadera convivencia. De suerte que si echamos una mirada a nuestra vida y observamos nuestra vida de relación, vemos que ella es un proceso de erigir resistencias contra los demás, muros por encima de los cuales miramos y observamos al prójimo; y ese muro siempre lo retenemos, y detrás de él permanecemos, ya se trate de un muro psicológico, material, económico o nacional. Mientras vivimos en aislamiento, detrás de un muro, no existe la convivencia con los demás; y vivimos encerrados porque resulta mucho más satisfactorio y creemos que es mucho más seguro. El mundo está tan desgarrado, hay tanto dolor, tanta pesadumbre, guerra, destrucción y miseria, que deseamos escapar y vivir dentro de los muros de seguridad de nuestro propio ser psicológico. De suerte que, para la mayoría de nosotros, la vida de relación es en realidad un proceso de aislamiento; y es obvio que tal relación construye una sociedad que es también aisladora. Eso, exactamente, es lo que ocurre a través del mundo: permanecéis en vuestro aislamiento y extendéis la mano por sobre el muro, llamando a eso nacionalismo, fraternidad o lo que os plazca; pero lo cierto es que los gobiernos soberanos y los ejércitos continúan. Es decir, aferrándoos a vuestras propias limitaciones, creéis que podéis establecer la unidad mundial, la paz del mundo; y ello es imposible. Mientras haya una frontera -nacional, económica, religiosa o social- es un hecho evidente que no puede haber paz en el mundo. El proceso del aislamiento es el proceso de la búsqueda del poder. Y sea que uno busque el poder a titulo individual o para un grupo racial o nacional, tiene que haber aislamiento porque el deseo mismo de poder, de posición, es separatismo. Eso, en suma, es lo que cada cual desea, ¿verdad? Cada cual desea una posición fuerte en la que pueda dominar: en el hogar, en la oficina o en un régimen burocrático. Cada cual anda en busca de poder, y por el hecho de buscar el poder establecerá una sociedad basada en el poder: militar, industrial, económico, y lo demás. Ello, una vez más, es evidente. ¿El deseo de poder no es aislador por su propia naturaleza? Creo que es muy importante comprender eso; porque el hombre que desea un mundo pacifico, un mundo en el que no haya guerras, ni espantosa destrucción, ni miseria catastrófica en escala inconmensurable, tiene que comprender esta cuestión fundamental. ¿No es así? El hombre afectuoso, bondadoso, no tiene sentido alguno del poder, y por lo tanto ese hombre no está atado a ninguna nacionalidad, a ninguna bandera. Carece de bandera. Vivir en el aislamiento es cosa inexistente; no hay país; ni pueblo, ni individuo, que pueda vivir aislado. Ello no obstante, como buscáis el poder de tantas maneras diferentes, engendráis aislamiento. El nacionalista es una maldición porque con su espíritu de nacionalismo, de patriotismo, erige un muro de aislamiento; está tan identificado con su patria que construye un muro contra las demás. ¿Y qué ocurre cuando levantáis un muro en contra de algo? Ese algo golpea constantemente contra vuestro muro. Cuando resistís a algo esa misma resistencia indica que estáis en conflicto con lo otro. De suerte que el nacionalismo, que es un proceso de aislamiento, que es el resultado del afán de poder, no puede traer paz al mundo. El hombre que es nacionalista y habla de fraternidad dice una mentira, vive en estado de contradicción. Veamos ahora si se puede vivir en el mundo sin deseo de poder, de posición, de autoridad. Es evidente que sí se puede. Uno lo hace cuando no se identifica con algo más grande. Esta identificación con algo más grande -el partido, la patria, la raza, la religión, Dios- es la búsqueda de poder. Como en vosotros mismos sois vacíos, torpes, débiles, gustáis de identificaros con algo más grande. Este deseo de identificaros con algo más grande es el deseo de poder. La vida de relación es un proceso de autorrevelación; y si uno no se conoce a sí mismo, si no conoce las modalidades de la propia mente y corazón, el mero hecho de establecer un orden externo, un sistema, una fórmula sagaz, tiene muy poco sentido. Lo importante, pues, es comprenderse uno mismo en relación con los demás. Entonces la relación no se convierte en un proceso de aislamiento, sino que es un movimiento en el que descubrís vuestros propios móviles, vuestros propios pensamientos, vuestros propios empeños; y es ese descubrimiento, precisamente, que es el comienzo de la liberación, el comienzo de la transformación.

lunes, 23 de noviembre de 2020

EL DESEO

 CAPÍTULO XIII

 EL DESEO 

Para la mayoría de nosotros, el deseo es todo un problema: el deseo de propiedad, de posición, de poder, de comodidad, de inmortalidad, de continuidad, el deseo de ser amado, de poseer algo permanente, satisfactorio, duradero, algo que esté más allá del tiempo. Ahora bien, ¿qué es el deseo? ¿Qué es esta cosa que nos impulsa, que nos compele? No quiero decir que debiéramos estar satisfechos con lo que tenemos o con lo que somos, lo cual es simplemente lo opuesto de lo que queremos. Estamos tratando de ver qué es el deseo; y si podemos examinarlo a modo de prueba, sin una idea fija, creo que causaremos una transformación que no es una mera substitución de un objeto de deseo por otro objeto de deseo. Esto último, empero, es generalmente lo que entendemos por “cambio”, ¿no es así? Estando insatisfechos con determinado objeto del deseo, le hallamos un substituto. Sin cesar nos movemos de un objeto del deseo a otro que consideramos superior, más noble, más refinado; pero, por refinado que sea, el deseo es siempre deseo, y en este movimiento del deseo hay lucha interminable, el conflicto de los opuestos. ¿No es, pues, importante averiguar qué es el deseo y si él puede ser transformado? ¿Qué es el deseo? ¿No es el símbolo y su sensación? El deseo es la sensación conjuntamente con el propósito de su logro. ¿Existe el deseo sin un símbolo, y su sensación? No, evidentemente. El símbolo podrá ser un cuadro, una persona, una palabra, un nombre, una imagen, una idea que me brinda una sensación, que me hace sentir que me gusta o me disgusta; si la sensación es agradable, yo deseo lograr, poseer, aferrar su símbolo y continuar con ese placer. De vez en cuando, de acuerdo con mis inclinaciones e intensidades, cambio el cuadro, la imagen, el objeto. De una forma de placer estoy harto, fastidiado, cansado, aburrido; busco, pues, una nueva sensación, una nueva idea, un nuevo símbolo. Rechazo la vieja sensación y me abro a una nueva, con nuevas palabras, nuevas significaciones, nuevas experiencias. Resisto a lo viejo y cedo a lo nuevo que considero superior, más noble, más satisfactorio. Así, en el deseo hay resistencia y rendición, lo cual involucra tentación; y, por supuesto, en el ceder a determinado símbolo de deseo hay siempre temor a la frustración. Si observo todo el proceso del deseo en mí mismo, veo que siempre hay un objeto hacia el cual mi mente se dirige en busca de más sensación, y que en este proceso hay involucrada resistencia, tentación y disciplina. Hay percepción, sensación, contacto y deseo, y la mente se convierte en el instrumento mecánico de este proceso, en el cual los símbolos, las palabras, los objetos, son el centro en torno del cual todo deseo, todos los empeños, todas las ambiciones se erigen; y ese centro es el “yo”. ¿Y es que yo puedo disolver ese centro del deseo, no un deseo ni un apetito o ansia en particular sino la estructura íntegra del deseo, del anhelo, de la esperanza, en la que siempre existe el temor a la frustración? Cuanto más me veo frustrado, mayor fuerza doy al “yo”. Mientras haya esperanza, anhelo, existe siempre el trasfondo del temor, el cual, una vez más, refuerza aquel centro. Y la revolución sólo es posible en aquel centro, no en la superficie, lo cual es mero proceso de distracción, un cambio superficial que conduce a una acción dañina. Cuando me doy cuenta, pues, de toda esta estructura del deseo, veo cómo mi mente ha llegado a ser un centro muerto, un proceso mecánico de memoria. Habiéndome cansado de un deseo, automáticamente quiero satisfacerme en otro. Mi mente experimenta siempre en términos de sensación, es el instrumento de la sensación. Estando aburrido de determinada sensación, busco una sensación nueva, que podrá ser lo que llamo “realización de Dios”; pero ello sigue siendo sensación. Ya me tiene harto este mundo y sus afanes, y deseo la paz, una paz que sea eterna; de suerte que medito, domino mi mente y la disciplino a fin de experimentar esa paz. La experiencia de esa paz sigue siendo sensación. Mi mente, pues, es el instrumento mecánico de la sensación, de la memoria, un centro muerto desde el cual yo actúo y pienso. Los objetos que persigo son las proyecciones de la mente como símbolos de los cuales ella deriva sensaciones. La palabra “Dios”, la palabra “amor”, la palabra “comunismo’ la palabra “democracia”, la palabra “nacionalismo”, todo estos son símbolos que despiertan sensaciones en la mente, y por lo tanto la mente se apega a ellos. Como vosotros y yo sabemos, toda sensación termina, y así pasamos de una sensación a otra; y cada sensación fortalece el hábito de buscar más sensación. De tal suerte la mente llega a ser mero instrumento de sensación y memoria, y en ese proceso estamos atrapados. Mientras la mente busque más experiencia, sólo puede pensar en términos de sensación; y a toda vivencia que sea espontánea, creativa, vital, sorprendentemente nueva, ella la reduce en seguida a sensación, y persigue esa sensación, que entonces se vuelve recuerdo. La vivencia, por lo tanto, está muerta, y la mente llega a ser como las aguas estancadas del pasado. Por poco que hayamos examinado esto profundamente, estamos familiarizados con este proceso; y parecemos incapaces de ir más allá. Y nosotros queremos ir más allá, por que estamos cansados de esta interminable rutina, de esta mecánica búsqueda de sensación. La mente, pues, proyecta la idea de la verdad, de Dios; sueña con un cambio vital y con desempeñar un papel principal en ese cambio, y así sucesivamente. De ahí que no haya nunca un estado creador. Veo desarrollarse en mí mismo este proceso del deseo, que es que se repite, que mantiene a la mente en un proceso de rutina y hace de ella un centro muerto del pasado en el que no hay espontaneidad creadora. Y también hay momentos súbitos de acción creadora, de aquello que no pertenece a la mente, ni a la memoria, ni a la sensación, ni al deseo. Nuestro problema, pues, es el de comprender el deseo, no hasta dónde debiera ir, o dónde debiera terminar, sino el de comprender todo el proceso del deseo, las ansias, los anhelos, los apetitos vehementes. Muchos de nosotros creemos que el poseer muy poco indica liberación del deseo, ¡y qué culto rendimos a los que no tienen sino pocas cosas! Un taparrabo, una túnica, simbolizan nuestro deseo de estar libres del deseo; pero esa, nuevamente, es una reacción muy superficial. ¿Por qué empezar en el nivel superficial de abandonar la posesiones materiales cuando vuestra mente está mutilada por innumerables anhelos, innumerables deseos, creencias, luchas? Es ahí, por cierto, donde la revolución debe producirse, no en lo que respecta a cuánto poseéis o qué ropa usáis, o cuántas veces coméis. Pero esas cosas signan porque nuestra mente es muy superficial. De suerte que vuestro problema y el mío consiste en ver si la mente puede alguna vez estar libre del deseo, de la sensación. La creación, por cierto, nada tiene que ver con la sensación; la realidad, Dios o lo que fuere, no es un estado que pueda experimentarse como sensación. Cuando tenéis una vivencia, ¿qué acontece? Ella os ha dado cierta sensación, un sentimiento de júbilo o de depresión. Naturalmente, tratáis de evitar, de hacer a un lado el estado de depresión; pero si es una alegría, un sentimiento de júbilo, lo perseguís. Vuestra vivencia ha producido una sensación de placer, y deseáis más; y ese “más” refuerza el centro muerto de la mente, que siempre ansía más experiencia. De ahí que la mente no pueda experimentar nada nuevo, que sea incapaz de “vivenciar” nada nuevo, porque su enfoque es siempre a través de la memoria, a través del reconocimiento; y aquello que es reconocido por medio de la memoria no es verdad, no es creación, no es realidad. Una mente así no puede tener la vivencia de la realidad, sólo puede experimentar sensaciones; y la acción creadora no es sensación, es algo eternamente nuevo de instante en instante. Ahora bien, yo me doy cuenta del estado de mi propia mente; veo que ella es el instrumento de la sensación y del deseo, o, más bien, que ella es sensación y deseo, y que se halla mecánicamente atrapada en la rutina. Una mente así es incapaz de recibir alguna vez o de sentir cabalmente lo nuevo; pues resulta obvio que lo nuevo debe ser algo que está más allá de la sensación, la cual es siempre lo viejo. De suerte que este proceso mecánico con sus sensaciones tiene que terminar, ¿no es así? El querer más, el perseguir símbolos, palabras, imágenes con sus sensaciones, todo eso tiene que acabar. Sólo entonces es posible que la mente se halle en ese estado de “creatividad” en que lo nuevo puede siempre surgir. Si queréis comprender sin estar hipnotizados por palabras, por hábitos, por ideas, y ver cuán importante es que lo nuevo actúe sobre la mente de un modo constante, entonces, tal vez, comprenderéis el proceso del deseo, la rutina, el aburrimiento, el ansia constante de experiencia. Entonces, creo, empezaréis a ver que el deseo tiene muy poca significación en la vida para un hombre que busca realmente. Es obvio que hay ciertas necesidades físicas: alimento, vestido, albergue, y todo lo demás. Pero ellas nunca se convierten para él en apetitos psicológicos, en cosas sobre las cuales la mente se erige como centro de deseo. Más allá de las necesidades físicas, cualquier forma de deseo -de grandeza, de verdad, de virtud- llega a ser un proceso psicológico por el cual la mente elabora la idea del “yo” y se fortalece en el centro. Cuando veáis este proceso, cuando os deis realmente cuenta de él sin oposición, sin un sentido de tentación, sin resistencia, sin justificarlo ni juzgarlo, entonces descubriréis que la mente es capaz de recibir lo nuevo, y que lo nuevo nunca es una sensación; por lo tanto no puede jamás ser reconocido, experimentado nuevamente. Es un estado de ser en que la creatividad adviene espontáneamente, sin que, intervenga la memoria; y eso es la realidad.

domingo, 22 de noviembre de 2020

LA COMPRENSIÓN

 CAPÍTULO XII 

  LA COMPRENSIÓN

 Conocernos a nosotros mismos, sin duda significa conocer nuestra relación con el mundo, no sólo con el mundo de las ideas y de las personas, sino también con la naturaleza, con las cosas que poseemos. Eso es nuestra vida; la vida es la relación con todo. ¿Y exige especialización el comprender esa relación? Evidentemente no. Lo que se requiere es una clara conciencia para hacer frente a la vida en su totalidad. ¿Cómo se puede ser consciente? Ese es nuestro problema. ¿Cómo va uno a tener esa clara conciencia, si es que puedo usar ese término sin que él signifique especialización? ¿Cómo va uno a ser capaz de enfrentarse a la vida como un todo? Ello implica no sólo relaciones personales con el prójimo sino también con la naturaleza, con las cosas que poseéis, con las ideas, y con las cosas que la mente elabora, tales como ilusiones, deseos, y lo demás. ¿Cómo puede uno tener conciencia de todo ese proceso de relaciones? Eso sin duda es nuestra vida, ¿no es así?  No hay vida sin relación; y comprender esa relación no significa aislamiento.  Ello requiere, por el contrario, un pleno reconocimiento o comprensión del proceso total de la vida de relación. ¿Cómo va uno a tener esa clara conciencia? ¿Cómo nos damos cuenta de alguna cosa? ¿Cómo os dais cuenta de nuestra relación con una persona? ¿Cómo percibís los árboles, el canto de un pájaro? ¿Cómo os dais cuenta de vuestras reacciones cuando leéis un periódico? ¿Y acaso nos damos cuenta de las respuestas superficiales de la mente, así como de las respuestas íntimas? ¿Cómo nos damos cuenta de cualquier cosa? Primero, sin duda, nos darnos cuenta de nuestra respuesta a un estímulo, lo cual es un hecho evidente. ¿No es así? Yo veo los árboles, y hay una respuesta; luego viene la sensación, el contacto, la identificación y el deseo. Ese es el proceso corriente, ¿verdad? Podemos observar lo que de hecho ocurre, sin estudiar libro alguno. De suerte que, por la identificación, sentís placer y dolor. Y nuestra “capacidad” es ese interés por el placer y por evitar el dolor, ¿no es así? Si algo os interesa, si os brinda placer, inmediatamente surge la “capacidad”; hay inmediata comprensión de ese hecho; y si él es doloroso, desarrollase la “capacidad” para evitarlo. De modo que, mientras dependamos de la “capacidad” para comprendernos a nosotros mismos, creo que fracasaremos, porque la comprensión de nosotros mismos no depende de capacidad alguna. No es una técnica que, a fuerza de pulirla constantemente, desarrolláis, cultiváis y acrecentáis a través del tiempo. Esta comprensión de uno mismo puede ponerse a prueba, seguramente, en la vida de relación. Puede ponerse a prueba en nuestra manera de hablar, en nuestro modo de conducirnos. Observaos simplemente, sin condenar, sin ninguna identificación, sin comparación alguna. Observad simplemente, y veréis que ocurre una cosa extraordinaria. No sólo ponéis término a una actividad que es inconsciente -porque la mayoría de nuestras actividades son inconscientes-, no solamente ponéis término a eso, sino que, además, captáis los móviles de lo que habéis hecho, sin adquirir, sin ahondar en ello. Cuando tenéis una clara conciencia veis el proceso total de vuestro pensar y de vuestra acción; pero esto puede ocurrir tan sólo cuando no hay condenación alguna. Cuando yo condeno algo, no lo comprendo; y este es un modo de evitar toda comprensión. Creo que la mayoría de nosotros lo hace adrede; condenamos inmediatamente y creemos haber comprendido. Si en vez de condenar algo, lo consideramos, nos damos cuenta de lo que es, entonces el contenido de esa acción, su significado, empieza a revelarse. Experimentad con esto y lo veréis por vosotros mismos. Daos cuenta simplemente, sin sentido alguno de justificación; lo cual podría aparecer más bien negativo, pero no lo es. Por el contrario, tiene la cualidad de la pasividad, que es acción directa. Esto lo descubriréis si lo ponéis a prueba. Después de todo, si queréis comprender algo debéis hablaros en estado de ánimo pasivo, ¿no es así? No podéis continuar pensando en ello, especulando al respecto, poniéndolo en tela de juicio. Tenéis que ser lo bastante sensibles para captar su contenido. Es como si fuerais una placa fotográfica sensible. Si yo deseo comprenderos, tengo que ser pasivamente perceptivo; entonces empezáis a revelarme lo que sois. Eso, por cierto, no es cuestión de capacidad ni de especialización. En ese proceso empezamos a comprendernos a nosotros mismos; no sólo las capas superficiales de nuestra conciencia, sino las más profundas, lo cual es mucho más importante; porque es allí donde están nuestros móviles o intenciones, nuestros ocultos y confusos deseos, ansiedades, temores, apetitos. Puede que exteriormente tengamos dominio sobre todo eso, pero en nuestro interior todo eso está en ebullición. Mientras no lo hayamos comprendido por completo, mediante una clara conciencia, es evidente que no puede haber libertad, no puede haber felicidad, ni hay inteligencia. ¿Es la inteligencia cuestión de especialización? Entendemos por inteligencia la comprensión total de nuestro proceso. ¿Y ha de cultivarse esa inteligencia mediante alguna forma de especialización? Porque eso es lo que ocurre, ¿verdad?  El sacerdote, el médico, el ingeniero, el industrial, el hombre de negocios, el profesor: nosotros tenemos la mentalidad de todas esas especialidades. Creemos que para realizar la más alta forma de inteligencia -que es la verdad, que es Dios, que no puede ser descrita- tenemos que hacernos especialistas. Estudiamos, buscamos a tientas, investigamos, y, con mentalidad de especialistas o ateniéndonos al especialista, nos estudiamos a nosotros mismos para desarrollar una capacidad que ayude a aclarar nuestros conflictos, nuestras miserias. Nuestro problema -si es que de alguna manera nos damos cuenta de ello consiste en saber si los conflictos, las miserias y las penas de nuestra existencia diaria pueden ser resueltos por otra persona; y si no pueden serlo, ¿cómo nos será posible atacarlos? Es obvio que, para comprender un problema, se requiere cierta inteligencia; y esa inteligencia no puede derivarse de la especialización ni cultivarse mediante la especialización. Ella surge tan sólo cuando captamos pasivamente el proceso total de nuestra conciencia, lo cual consiste en darnos cuenta de nosotros mismos sin opción, sin escoger entre lo bueno y lo malo. Cuando estéis pasivamente alertas, en efecto, veréis que como consecuencia de esa pasividad -que no es pereza, que no es somnolencia sino extrema vigilancia- el problema tiene un sentido completamente distinto; y ello significa que no hay ya identificación con el problema, y, por lo tanto, no hay juicio alguno; y así el problema empieza a revelar su contenido. Si podéis hacer eso constantemente, en forma continua, todo problema puede ser resuelto de manera fundamental, no superficialmente. Y esa es la dificultad, porque la mayoría de nosotros somos incapaces de estar pasivamente conscientes, dejando que el problema revele su significación sin que lo interpretemos. No sabemos cómo considerar un problema desapasionadamente. Por desgracia, no somos capaces de hacer eso, porque queremos que el problema nos brinde un resultado, deseamos una respuesta, buscamos un fin; o tratamos de interpretar el problema de acuerdo con nuestro placer o dolor; o ya tenemos la respuesta de cómo habérnoslas con el problema. Por lo tanto abordamos un problema, que siempre es nuevo, con una vieja pauta. El reto, el estimulo es siempre lo nuevo, pero nuestra respuesta es siempre lo pasado; y nuestra dificultad consiste en enfrentarnos al reto adecuadamente, esto es, plenamente. El problema es siempre un problema de relación -con las cosas, con las personas, con las ideas. No existe otro problema. Y para hacer frente a este problema de relación, con sus exigencias siempre variables, para encararlo como es debido, adecuadamente, uno tiene que captar de un modo pasivo; y esa pasividad no es cuestión de voluntad, de determinación, de disciplina. El darnos cuenta de que no estamos en actitud pasiva es el comienzo. En la comprensión de que deseamos una respuesta determinada a un problema dado, está, sin duda, el comienzo; es decir, en conocernos a nosotros mismos en relación con el problema, viendo cómo lo encaramos. Entonces, según vamos conociéndonos a nosotros mismos en relación con el problema -cómo respondemos, cuáles son nuestros diversos prejuicios y exigencias, qué perseguimos, al hacer frente al problema-, esta comprensión revelará el proceso de nuestro propio pensar, de nuestra propia naturaleza interior; y en ello hay liberación. Lo importante, por cierto, es darse cuenta sin optar, porque la opción trae conflicto. El que escoge está en confusión, y por eso escoge; si no está confuso, no hay opción. Sólo la persona que está confusa escoge lo que hará o no hará. El hombre en quien hay claridad y sencillez no escoge; lo que es, es. La acción basada en una idea es evidentemente resultado de la opción, y dicha acción no es libertadora; por el contrario, sólo crea más resistencia, más conflicto, de acuerdo con ese pensar condicionado. Lo importante; en consecuencia, es comprender de instante en instante sin acumular la experiencia proveniente de esa comprensión; porque, en cuanto acumuláis, sólo os dais cuenta de acuerdo con esa acumulación, con esa pauta, con esa experiencia. Esto es, vuestra comprensión está condicionada por vuestra acumulación, y, por lo tanto, ya no hay observación sino simplemente interpretación. Donde hay interpretación, hay opción, y la opción trae conflicto; y en el conflicto no puede haber comprensión. La vida es cuestión de relación; y para entender esa relación, es estática, tiene que existir una comprensión que sea flexible, alerta y pasiva, no agresivamente activa. Y, como ya lo he dicho, esa comprensión pasiva no adviene por medio de disciplina o práctica alguna. Consiste simplemente en darse cuenta, de instante en instante, de nuestro pensar y sentir, y no sólo cuando estamos despiertos; porque veremos, a medida que penetremos en ello más a fondo, que empezamos a soñar, que empezamos a proyectar a lo consciente toda clase de símbolos, que interpretamos como sueños. Abrimos, pues, la puerta hacia lo inconsciente, que entonces se convierte en lo conocido; mas para encontrar lo desconocido tenemos que continuar más allá de la puerta. Esa, por cierto, es nuestra dificultad. La Realidad no es algo que pueda ser conocido por la mente, porque la mente es el resultado, la acumulación de lo conocido, de lo pasado. La mente, por lo tanto, tiene que comprenderse a sí misma y su funcionamiento, tiene que comprender su verdad; y sólo entonces es posible que lo desconocido sea.

sábado, 21 de noviembre de 2020

LA SENCILLEZ

  Quisiera dilucidar qué es la sencillez; y de ahí quizá podamos llegar al descubrimiento de la sensibilidad. Pensamos, al parecer, que la sencillez es mera expresión externa, vida retirada; tener pocas posesiones, andar de taparrabo, carecer de hogar, usar poca ropa, tener una exigua cuenta bancaria. Eso, evidentemente, no es sencillez. Eso es mero exhibicionismo. Y a mí me parece que la sencillez es esencial. Pero la sencillez sólo puede surgir cuando empezamos a comprender el significado del conocimiento propio. La sencillez no es mera adaptación a un patrón de vida. Se requiere mucha inteligencia para ser sencillo, y no, simplemente, amoldarse a cierta norma por meritoria que ella sea en su aspecto externo. Por desgracia, casi todos empezamos por ser sencillos en apariencia, en las cosas externas. Es relativamente fácil tener pocas cosas y estar satisfecho con ellas, contentarse con poco y hasta compartir ese poco con los demás. Pero una mera expresión externa de sencillez en las cosas, en las posesiones, no implica por cierto sencillez en el fuero íntimo. Porque, tal como el mundo es actualmente, se nos incita desde afuera, desde lo exterior, a tener más y más cosas. La vida está haciéndose cada vez más compleja. Y, con el fin de escapar a todo eso, tratamos de renunciar o de desprendernos de las cosas: automóviles, casas, organizaciones, cines, y de las innumerables circunstancias que desde lo externo se nos imponen. Creemos que seremos sencillos viviendo retirados. Muchos santos, muchos instructores, han renunciado al mundo; y me parece que tal renunciación por parte de cualquiera de nosotros no resuelve el problema. La verdadera sencillez, la sencillez fundamental, sólo puede originarse en el fuero intimo; y de ahí proviene la expresión externa. Cómo ser sencillos es entonces nuestro problema; porque esa sencillez nos hace más y más sensibles. Una mente sensible, un corazón sensible, son esenciales, pues así uno es capaz de percepción rápida, de pronta captación. Es, pues, indudable, que sólo se puede ser interiormente sencillo cuando uno comprende los innumerables impedimentos, apegos, temores, que a uno lo tienen sujeto. Pero a la mayoría de nosotros nos gusta estar sujetos a las personas, a las posesiones, a las ideas. Nos gusta ser prisioneros. Interiormente somos prisioneros, aunque en lo externo parezcamos muy sencillos. Interiormente somos prisioneros de nuestros deseos, de nuestros apetitos, de nuestros ideales, de innumerables móviles. Y la sencillez no puede hallarse a menos que seamos interiormente libres. Ella, por lo tanto, ha de empezar primero en lo interno, no en lo exterior. Hay, por cierto, una extraordinaria libertad cuando uno comprende todo el proceso del creer, cuando uno comprende por qué la mente se apega a una creencia. Y, cuando uno se ve libre de creencias, hay sencillez. Pero esa sencillez requiere inteligencia; y para ser inteligente hay que darse cuánta de los propios impedimentos. Para darse cuenta hay que estar constantemente en guardia, sin asentarse en determinada rutina, en determinado tipo de acción o de pensamiento. Porque, después de todo, lo que uno es en su interior influye sobre lo externo. La sociedad, o cualquier formó de acción, es la proyección de nosotros mismos; y, si no nos transformamos interiormente, la mera legislación significa muy poco en lo externo; puede traer ciertas reformas, ciertos reajustes, pero lo que uno es en su interior se sobrepone siempre a lo externo. Si internamente uno es codicioso, ambicioso, si persigue ciertos ideales, esa complejidad íntima terminará por trastornar, por demoler la sociedad externa, por cuidadosamente planeada que ella pueda estar. Por eso, ciertamente, uno tiene que empezar por el fuero íntimo, sin excluir ni rechazar lo externo. No hay duda de que llegáis a lo interno al comprender lo externo, al descubrir por qué el conflicto, la lucha, el dolor, existen en el mundo exterior; y a medida que esto se investiga más y más, penetra uno naturalmente en los estados psicológicos que producen los conflictos y miserias externas. La expresión externa es mero indicio de nuestro estado interior; mas para comprender ese estado íntimo, uno ha de enfocarlo a través de lo externo. Eso es lo que casi todos hacemos. Y, al comprender lo interno -no en forma exclusiva, ni rechazando lo externo, sino comprendiendo lo externo y de ese modo llegando a lo interno-, encontraremos que, al proseguir investigando las íntimas complejidades de nuestro ser, nos hacemos cada vez más sensibles y más libres. Es esa sencillez interior la que resulta esencial, porque esa sencillez despierta sensibilidad. Una mente que no es sensible, que no está alerta, perceptiva, es incapaz de receptividad, de toda acción creadora. La conformidad, como medio de llegar a la sencillez, realmente embota e insensibiliza la mente y el corazón; Cualquier forma de compulsión autoritaria -impuesta por el gobierno, por uno mismo, por el ideal de realización, y lo demás-, cualquier tipo de conformidad tiene que contribuir a la insensibilidad, a que no seamos interiormente sencillos. Exteriormente podéis someteros y dar la impresión de sencillez como lo hacen muchas personas religiosas. Ellas practican diversas disciplinas, ingresan a distintas organizaciones, meditan de una manera especial y así sucesivamente, todo lo cual les confiere una apariencia de sencillez. Pero tal conformidad no contribuye a la sencillez. Ninguna forma de compulsión puede jamás conducir a la sencillez. Al contrario: cuanto más reprimís, cuanto más substituir, cuanto más sublimáis, menos sencillez existe. Cuanto mejor comprendáis, empero, el proceso de la sublimación, de la represión, de la substitución, mayor será la posibilidad de ser sencillos. Nuestros problemas -sociales, ambientales, políticos, religiosos- son tan complejos, que sólo podemos resolverlos, no volviéndonos extraordinariamente eruditos y sagaces, sino siendo nosotros sencillos. Porque una persona sencilla ve mucho más directamente que la persona compleja; su experiencia es más directa. Y nuestra mente está tan abarrotada con un infinito conocimiento de hechos, de lo que otros han dicho, que nos hemos incapacitado para ser sencillos y tener nosotros mismos experiencia directa. Estos problemas requieren un nuevo enfoque, y tal enfoque sólo es posible cuando somos sencillos, realmente sencillos en nuestro fuero intimo. Esa sencillez llega tan sólo con el conocimiento propio, mediante la comprensión de nosotros mismos: de las modalidades de nuestro pensar y sentir, de la actividad de nuestros pensamientos, de nuestras respuestas; comprendiendo cómo nos sometemos, por miedo, a la opinión pública, a lo que otros dicen, a lo que ha dicho Buda, Cristo, los grandes santos, todo lo cual indica nuestra tendencia natural a someternos, a ponernos a salvo, a estar seguros. Y, cuando uno busca seguridad, es evidentemente porque uno se halla en un estado de temor. Y por lo tanto no hay sencillez. Si uno no es sencillo, no puede ser sensible: a los árboles, a los pájaros, a las montañas, al viento, a todas las cosas que ocurren alrededor de nosotros en el mundo. Y si no hay sencillez, no puede uno ser sensible a las profundas insinuaciones de las cosas. La mayoría de nosotros vive muy superficialmente, en el nivel superior de la conciencia. Allí tratamos de ser reflexivos o inteligentes, lo cual es sinónimo de religiosidad; allí tratamos de que nuestra mente sea sencilla, mediante la compulsión, mediante la disciplina. Pero eso no es sencillez. Cuando forzamos la mente superficial a ser sencilla, tal compulsión sólo consigue endurecer la mente, no la torna ágil flexible, lista. Ser sencillo en el proceso íntegro, total, de nuestra conciencia, es extremadamente arduo. Porque no debe existir ninguna reserva interior; tiene que haber ansia por averiguar, por descubrir el proceso de nuestro ser. Y ello significa estar alerta a toda insinuación, a toda sugerencia; darnos cuenta de nuestros temores, de nuestras esperanzas, investigar y libertarnos de todo eso cada vez más y más. Sólo entonces, cuando la mente y el corazón sean realmente sencillos, cuando estén limpios de sedimentos, seremos capaces de resolver los múltiples problemas que se nos plantean. El saber no resolverá nuestros problemas. Podéis saber, por ejemplo, que existe la reencarnación, que hay continuidad después de la muerte. Puede que lo sepáis; no digo que lo sabéis; o puede que estéis convencidos de ello. Pero eso no resuelve el problema. A la muerte no podéis hacerla a un lado mediante vuestra teoría o información, o con vuestras convicciones. Es mucho más misteriosa, mucho más honda, mucho más creadora que todo eso. Hay que tener capacidad para investigar todas esas cosas de un modo nuevo; porque es sólo a través de la experiencia directa como se resuelven nuestros problemas; y para tener experiencia directa ha de haber sencillez, lo cual significa que tiene que haber sensibilidad. El peso del saber embota la mente. Asimismo, la embotan el pasado y el futuro. Sólo una mente capaz de adaptarse de continuo al presente, de instante en instante, puede hacer frente a las poderosas influencias y presiones que el medio ejerce constantemente sobre nosotros.
























 

viernes, 13 de noviembre de 2020

EL PASAJE DRAKE

El pasaje Drake está situado en el extremo sur de Argentina, allí confluyen los océanos Atlántico y Pacífico, las turbulencias, vientos y la formación de olas de gran altitud lo hacen un sitio peligroso de atravesar. Cuando el rompehielos en que éste era tripulante llegó a ese punto, a los que lo cruzábamos por
 primera vez nos ofrecieron la oportunidad de vivir una experiencia inolvidable.

Acepté, por seguridad debieron amarrarnos con sogas en la proa del barco. Se formaron olas de mas de veinte metros de altura, de pronto el mar parecía ser el cielo, creí que eso era el fin...pero al instante siguiente estábamos en la cúspide de la ola y sentimos la sensación de que un inmenso abismo nos tragaría...pero no fue así, el barco estaba preparado para navegar en esos mares, su proa era redondeada y seguía los movimientos de las olas con toda elegancia...eso lo digo ahora, jajaja, pero cuando ocurrió fue algo distinto, nunca había experimentado el poder de la naturaleza con esa magnitud. Por un momento fui como la nada misma y eso quedó impreso en lo mas profundo de mi Ser.




sábado, 7 de noviembre de 2020

VIAJE A LA ANTÁRTIDA


 Por esta fecha en el año 1960 fui seleccionado para realizar una expedición a la Antártida con solo 18 años de edad. Fue una experiencia extraordinaria,viajamos con un grupo de personas en el rompehielos general San Martín. Mi responsabilidad consistía en colaborar en las correctas comunicaciones de dos aviones y dos helicópteros que transportaba el buque semidesarmados y luego eran puestos en correcto funcionamiento para abastecer a las bases argentinas y también llegar hasta el centro magnético del polo sur.

La soledad y el silencio eran inconmensurables...hubo muchas experiencias extraordinarias veré de narrar algunas de ellas, en algún otro momento si es que surge la ocasión.