jueves, 4 de mayo de 2023

El Último Diario - Viernes, 30 de marzo, 1984

Paseando en una bella mañana primaveral por la recta carretera, el cielo se veía extraordinariamente azul; no había una sola nube, y el sol era cálido, no demasiado caluroso; se sentía agradable. Las hojas brillaban y había animación en el aire. Era una mañana de extraordinaria belleza. Ahí estaba la alta montaña, impenetrable, y los cerros de abajo se veían verdes y hermosos. Y mientras paseaba tranquilamente, sin muchos pensamientos, uno vió una hoja muerta de color amarillo y rojo brillante, una hoja de otoño. ¡Qué bella era, tan sencilla en su muerte, tan llena de la belleza y vitalidad de todo el árbol y del verano! Era extraño que no se hubiera marchitado. Al contemplarla más de cerca, se veían todas las nervaduras y el tallo y el contorno de esa hoja. Y esa hoja era todo el árbol.

¿Por qué los seres humanos mueren tan desdichadamente, tan lamentablemente, con enfermedad, vejez, senilidad, con el  cuerpo encogido, feo? ¿Por qué no pueden morir tan natural y bellamente como esta hoja? ¿Qué hay de malo en nosotros? A pesar de todos los doctores, de las medicinas y los hospitales, de las operaciones y de toda la agonía de la vida, y también de los placeres, no parecemos capaces de morir con dignidad, con sencillez y con una sonrisa.

Una vez, mientras paseaba por un sendero, uno escucho detrás un canto, un canto melodioso, rítmico, que tenía la antigua fuerza del sánscrito. Uno se detuvo y miró en torno. Un hijo mayor, desnudo hasta la cintura, llevaba un pote de terracota en el que ardía una llama. La había colocado dentro de una vasija; y detrás de él iban dos hombres transportando a su padre muerto cubierto con un lienzo blanco; y todos cantaban. Uno conocía ese canto y casi se unió a ellos para acompañarlos. Pasaron y uno los siguió. Descendieron por el camino cantando, y el hijo mayor lloraba. Transportaron al padre hacia la playa donde ya habían juntado una gran pila de leña, dejaron el cuerpo en la cima de ese montón de madera y le prendierón fuego. Todo era tan natural, tan extarordinariamente sencillo: no había flores ni carroza fúnebre ni negros carruajes con caballos negros. Todo era muy sereno y absolutamente digno.

Y uno miraba a esa hoja, y las miles de hojas del árbol. El invierno trajo esa hoja desde su origen hasta ese sendero, y pronto se secaría marchitándose, desaparecería arrastrada por los vientos hasta perderse.

Cuando enseñamos a los niños las matemáticas, cuando les enseñamos a leer, a escribir y todo eso que implica adquirir conocimientos, también debería enseñárseles la inmensa dignidad de la muerte, no como algo motboso y desgraciado que uno ha de afrontar en el futuro, sino como algo de la vida cotidiana -la vida cotidiana de cntemplar el cielo azul y observar el saltamontes sobre una hoja-. Eso forma parte del aprender, tal como a uno le crecen los dientes y pasa por todas las incomodidades y enfermedades de la infancia. Los niños tienen una curiosidad extraordinaria. Si uno comprende la naturaleza de la muerte, entonces no les explica que todo muere, que el polvo vuelve al polvo y todas esas cosas; sin temor alguno les explica cariñosamente y les hace sentir que  el vivir y el morir son una sola cosa -no al final de nuestra vida de pués de cincuenta, sesenta, o noventa años, sino que la muerte es como es hoja -.

Uno mira esas personas viejas, hombres y mujeres, qué decrépitas y arruinadas, infelices y feas se ven. ¿Es porque no han comprendido ni el vivir ni el morir? Han usado la vida, han consumidos sus vidas en el conflicto incesante que solo ejercita y fortalece el "yo", el ego. Gastamos nuestros días en una gran diversidad de conflictos y desdichas, con un poco de alegría y placer, beber y fumar hasta las últimas horas de la noche, y trabajar, trabajar, trabajar. Y al final de nuestra vida nos enfrentamos con miedo a esa cosa llamada muerte. Uno piensa que ella puede comprenderse siempre, que puede sentirse profundamente. Al niño con su curiosidad puede ayudársele a comprender que la muerte no es meramente el desgaste del cuerpo a causa de enfermedad, vejez o algún accidente inesperado, sino que el final de cada día es también el final de uno mismo cada día.

No existe la resurrección, eso es superstición, una creencia dogmática. Todo en la tierra, en esta bella tierra, vive, muere, nace y se marchita. Para captar este movimiento total de la vida, se requiere inteligencia, no la inteligencia del pensamiento o de los libros o del conocimiento. sino la inteligencia del amor y de la compasión con su sensibilidad. Uno tiene la completa certidumbre de que si el educador comprendiera el significado y la dignidad de la muerte, la simplicidad extraordinaria del morir - si comprendiera eso profundamente, no intelectuamente- entonces podría comunicar al estudiante, al niño, que el morir, el final, no es para eludirse, no es algo que haya de temer, porque forma parte de la totalidad de nuestra vida; de ese modo, el estdiante, el niño, al crecer jamás tendría miedo de la muerte. Si todos los seres humanos que han vivido antes que nosotros, todas las generaciones y generaciones pasadas todavía vivieran sobre esta tierra ¡Que terrible sería eso!

Y en la educación uno quisiera ayudar - no, esa es una palabra equivocada - uno quisiera introducir la muerte en alguna clase de realidad, no la de algún otro que muere, sino la realidad de que cada uno de nosotros, por viejo o joven que sea, tendrá que enfrentarse inevitablemente a esa cosa. No es una triste cuestión de lágrimas, de separación, de soledad. Matamos con tanta facilidad a los animales no solo para alimentarnos, sino que está la enorme matanza de animales por diversión que llamamos deporte -matamos al ciervo porque es la estación de caza. Matar a un ciervo es como matar a un semejante. Natamos animales porque hemos perdido contacto con la naturaleza, con las cosas vivientes de esta tierra. Matamos en la guerra por tantas razones románticas, nacionalistas, políticas, ideológicas...Hemos matado a la gente en el nombre de Dios. La violencia y el matar marchan juntas.

Contemplar esa hoja muerta con toda su belleza y color,es darse cuenta, comprender muy profundamente lo que la propia muerte tiene que ser, no en el final sino en el comienzo mismo. La muerte no es alguna cosa horrenda, algo que deba eludirse, posponerse, sino más bien algo para estar con ello día por día. Y de eso surge un sentido extraordinario de inmensidad.

lunes, 1 de mayo de 2023

El Último Diario - Miercoles, 28 de marzo, 1984

 Miércoles, 28 de marzo, 1984  

El Pacífico no parece tener grandes mareas, al menos, no este lado del Pacífico a lo largo de la costa de California. Es una marea muy pequeña que viene y va, no como esas inmensas mareas que se alejan centenares de yardas y luego regresan impetuosamente. Hay un sonido totalmente distinto cuando la marea sale, cuando el flujo de las aguas se retira, que cuando regresa con un cierto sentido de furia -una cualidad de sonido por completo diferente del sonido del viento entre las hojas. Todo parece tener su sonido. Ese árbol en el campo posee en su solitud ese peculiar sonido de hallarse separado de todos los otros árboles. Las grandes secuoyas tienen su propio perdurable y profundo sonido antiguo. El silencio posee su sonido peculiar. Y, por supuesto, el inacabable parloteo diario de los seres humanos acerca de sus negocios, de su política, de sus progresos tecnológicos, etc., tiene también su sonido propio. Un libro verdaderamente bueno posee sus peculiares vibraciones de sonido. Y también el inmenso vacío tiene su propio latido sonoro. El flujo y reflujo de la marea es como la acción y reacción humanas. Nuestras acciones y reacciones son muy rápidas. No existe una pausa antes de que la reacción se produzca. Se nos formula una pregunta e inmediatamente, instantáneamente, tratamos de buscar una respuesta, la solución a un problema. No hay una pausa entre la pregunta y la respuesta. Después de todo, nosotros somos el flujo y reflujo de la vida -de la externa y de la interna. Tratamos de establecer una relación con lo externo pensando que lo interno es algo separado, algo que está desconectado de lo externo. Pero el movimiento de lo externo es, indudablemente, el fluir de lo interno. Ambos son la misma cosa, como las aguas del mar, con este constante, incansable movimiento de lo externo y lo interno, la respuesta al reto. Ésta es nuestra vida. Cuando primero creamos lo externo a partir de lo interno, después lo interno se vuelve un esclavo de lo externo. La sociedad que hemos creado es lo externo, y después lo interno se convierte en esclavo de esa sociedad. Y la rebelión contra lo externo es lo mismo que la rebelión de lo interno. Este constante flujo y reflujo, este movimiento incesante, ansioso, temeroso, ¿puede detenerse alguna vez? Por supuesto, el flujo y reflujo de las aguas del mar está enteramente libre de este ir y venir de lo externo y lo interno -lo interno convirtiéndose en lo externo, y luego lo externo tratando de controlar lo interno porque lo externo ha adquirido suma importancia; entonces lo interno reacciona a esa importancia. Éste ha sido nuestro estilo de vida, una vida de constante dolor y placer. Parece que jamás aprendemos acerca de este movimiento, de que es un solo movimiento. Lo externo y lo interno no son dos movimientos separados. Las aguas del mar se retiran de la playa, luego las mismas aguas regresan azotando las playas, los riscos. Debido a que hemos separado lo externo y lo interno, comienza la contradicción, la contradicción que engendra conflicto y dolor. Esta división entre lo externo y lo interno es completamente irreal, ilusoria, pero nosotros mantenemos lo externo totalmente separado de lo interno. Es probable que ésta sea una de las causas principales del conflicto y, no obstante, jamás parecemos aprender -aprender, no memorizar; aprender, que es todo el tiempo una forma de movimiento- aprender a vivir sin esta contradicción. Lo externo y lo interno son una sola cosa, un movimiento unitario, no separado sino total, completo. Uno tal vez pueda comprender esto intelectualmente, aceptarlo como una enunciación teórica o un concepto intelectual, pero cuando uno vive a base de conceptos, no aprende jamás. Los conceptos se vuelven estáticos. Uno puede cambiarlos, pero la transformación misma de un concepto en otro, sigue siendo estática, fija. En cambio, aprender es sentir, tener la sensibilidad de ver que la vida no es un movimiento de dos actividades separadas -la externa y la interna- ver que es una sola actividad, comprender que la relación recíproca es este movimiento, este flujo y reflujo del dolor y el placer, de la alegría y la depresión, de la soledad y el escape; aprender es percibir no verbalmente que esta vida es una totalidad no fragmentada, no dividida. Aprender al respecto no es una cuestión de tiempo, no es un proceso gradual, porque entonces el tiempo otra vez se vuelve un factor de división. El tiempo actúa en la fragmentación de lo total. Pero si uno ve la verdad de ello en un instante, entonces todo está ahí, esta incesante acción y reacción, esta luz y sombra, esta belleza y fealdad. Lo que es total está libre del flujo y reflujo de la vida de la acción y reacción. La belleza no tiene opuesto. El odio no es el opuesto del amor.